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Allende, algo más que un monumento


Al igual que el acto realizado en 1998 en el Estadio Nacional organizado por la misma Fundación con motivo de los 25 años de la muerte del Presidente Salvador Allende, la inauguración del monumento en su homenaje, ubicado a un costado de la Plaza de la Constitución, este 26 de junio -aniversario de su natalicio- resultó ser un acto frío, protocolar, deliberadamente sin mucho contenido ni pasión, tal y como si se tratara solamente de eso, de descubrir una estatua, de cumplir una ceremonia más.

Esta vez, salvo la estatua, ni siquiera había imágenes. Y la más notoria de las ausencias fue la voz de Allende, su palabra, su vivo y elocuente legado esperando (aún) ser escuchado de fuente directa, conocido, cuestionado, negado o aplaudido. Habiendo tantas grabaciones con discursos suyos, testimonios concretos de su pensamiento y vida, éstos fueron deliberadamente omitidos, buscando así apartar, o tal vez moderar -acorde a los tiempos- su presencia concreta entre quienes lo acompañaron y conocieron, y sobre todo entre nosotros, los que no habiéndolo conocido directamente sabemos que él marca, incluso más allá de nuestras voluntades, nuestra historia individual y colectiva.

En el caso de los discursos ocurrió algo curioso. Al único que no se le escuchaba incómodo ni con voz forzada fue al español José Bono. Más aún, fue el único escuchado con plena atención, pero sobre todo con credibilidad. Y no creo que ello se derive de una especial capacidad oratoria o magnética del político español, pese a que era notoria su emoción y sentimiento. Más bien me atrevo a asegurar que ello es principalmente un reflejo del contraste con la ausencia de los conceptos y la ética como sustentos de la política chilena, y de la escasa credibilidad y convicción a la que los chilenos nos hemos ido acostumbrando para despojarnos y ser despojados de nuestra propia ciudadanía y de su consiguiente discusión política y argumental. En la campaña presidencial pasada su reemplazo inmediato fue el eslogan, en este acto lo era la formalidad, la omisión, la referencia casi obligada con poco sentimiento y profundidad. Nada más lejos de la consistencia política y ética de Allende.

Los restantes discursos oficiales (Ravinet, Núñez, Isabel Allende, y el propio Lagos) daban la impresión de no estar dirigidos directamente a los asistentes a la plaza. Parecían ir dirigidos a otros, que no estaban ni estarían nunca allí, a los que ven con malos ojos -aunque de seguro terminan aceptándolo como parte del «paquete»- que Allende pudiera estar acercándose un poco más a La Moneda aunque sea sólo de manera simbólica. Los discursos tenían un tono que parecía decirle a los empresarios, a los miembros de la coalición de gobierno, a la oposición, y en general, a todos esos poderes fácticos tan omnipresentes en la vida de cada chileno, que no se preocuparan, que este acto no era un intento por retomar o repensar la senda de Allende, que la estatua estaba allí pero las ideas y las conductas no.

Por eso, la voz de Salvador Allende hubiera desentonado, hubiera sido un peligroso dispositivo que habría podido quizás, por breves segundos pero de manera radical, intervenir el consenso con el que se administra nuestro día a día. Para qué meterse en precisiones históricas o hacer referencias que pudieran evocar el papel de la justicia. Mejor dejar las cosas así, y ya mañana -o mejor aún, esa misma tarde- las autoridades volverían al discurso natural, al de las cifras e índices macroeconómicos que cada vez parecen indicar menos en la cotidianeidad de la mayoría de los chilenos.

Y eso que a estas alturas uno debiera preguntarse qué sentido tiene, qué impacto efectivo, en definitiva, a qué se le teme, tratando de ocultar o intentando hacer aséptica o neutra una figura tan plena de significados y concreta como la del Presidente Allende. Un pequeño espejo de la esquizofrenia nacional, del baile de mascaras, de la cosa a medias, del diálogo sin diálogo. Por lo mismo, doblemente absurda y vergonzante la omisión oficial de Allende y del allendismo… en el acto de Allende. Y si Allende estaba ahí ese día, no cabe la menor duda que ello se debía, precisamente, a la presencia de quienes repletaban la plaza tras el paradojal enrejado.

Pese a las omisiones -entre las cuales se cuentan las provocadas por el sectarismo de no haber invitado a más de un ex colaborador y amigo de Allende- la estatua queda como una presencia permanente, cuestión que se celebra y agradece incluso más allá de la calidad del objeto estético. Pero de lo que no cabe duda, es que las coherencias y valentías -tan majaderamente citadas como si ello fuera un mecanismo de evasión- sumadas a los valores, las acciones, la historia y las ideas, quedan como desafío para los que estaban al otro lado de la reja, y para todos quienes, en Chile y en el mundo, deseen sentirse parte activa del legado profundamente humanista, democrático y revolucionario de Salvador Allende.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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