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Mal original, solución de muchos

Marco Enríquez-Ominami
Por : Marco Enríquez-Ominami Presidente Fundación Progresa
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Hugo Banzer, un ex-dictador convertido en presidente de Bolivia; Fujimori, un ex-presidente convertido factualmente en dictador del Perú; Noboa, un ciudadano promocionado por los militares como nuevo presidente de Ecuador; Chávez, un ex-golpista ejerciendo el poder tal cual el mejor populista de los años sesenta; Pastrana, un flan con sabor a nada, rehén de una guerrilla supuestamente financiada por los narcos, y Machi, un presidente diariamente testigo de su caída a manos de Oviedo, un militar paraguayo golpista por cansancio. Eso es Latinoamérica 2000.

Es cierto, me falta considerar las Guyanas, francesa e inglesa, para completar, junto a Brasil, Uruguay, Argentina y Chile, esta triste y nueva cartografía política sudamericana.

Ni Sanjinés, un persistente y auténtico cineasta boliviano, rentista del método hollywoodense de hacer cine (siempre tenía prevendidas sus películas mediante cooperativas indígenas y entonces proyectaba en exclusiva y comercialmente sus largometrajes en tierras altiplánicas), ni Mircea Eliade, un intelectual transformado en texto obligatorio de los ramos de
axiología de las escuelas de filosofía de Macul, habrían imaginado ejemplos tan axiomáticos de sus insinuaciones teóricas acerca del mito del eterno retorno. Claro que en el caso de Sanjinés se hace referencia al mito andino, ese sentido circular del destino, siempre de ida o regreso al origen. Y ni Américo Vespucio, un apasionado cartógrafo, habría imaginado un continente tan obsesionado por el contenido de sus taras.

Estamos en la era del internet, del tercer milenio, de una globalización que casi no deja ver los partidos de fútbol de nuestra selección por las señales de televisión abierta, y todavía el elenco es el mismo: militares ambiciosos, rebeldes militarizados, asesinos sedientos de sangre presidencial, y presidentes víctimas del síndrome del niño golpeado (siempre golpear por si nos golpean, pero no porque sea más práctico y
menos doloroso golpear que tener la cara hinchada, sino porque es mejor no hacerse apalear -dicen que duele mucho-). Esta es otra versión del mito del eterno retorno, una versión sudaca del mito, el infatigable movimiento hacia lo mismo, el origen. Así lo prueban también los 225 millones de pobres en Latinoamérica, más que ayer proporcionalmente, y una peor distribución del ingreso que en los años sesenta, según cuentan los organismos mundiales últimamente. Lo que hace dudar de que, teológicamente, esté cambiando algo en estas frondosas tierras.

Ese es el mito del eterno retorno que también Gabriela Mistral percibió y describió en su llegada a Chile. De vuelta a su origen, en auto descapotable después de haber obtenido el premio Nobel, donde contaba como nunca antes cómo se había percatado del inconmensurable y mediático odio de los chilenos. La miraban con un desprecio infinito, con una envidia sin límites, delatora de un solo problema: la sensación de inmovilismo insuperable de un pueblo. Esa fría sensación de no haber sido libres nunca. Pareciera que en Chile la libertad sólo se alcanza o se acepta cuando existe presión, fricción, o un antagonismo que detona esa libertad formal, la que evitaría ese sentimiento, demasiado tonificador quizás, del odio y la envidia, tan propio nuestro.

Así, mientras Latinoamérica vuelve rebelde inconscientemente su verdad, la de los padres golpeadores y golpistas, la misma de las dictaduras declaradas o en ciernes, y mientras esta parte del mundo se sigue poblando de pobres, quizás no sea tan malo asumir, por ejemplo, que el tema del desempleo creciente no es un problema coyuntural sino un problema estructural del sistema económico que administramos, así como esas nuevas dictaduras o gobiernos ilegítimos son también parte estructural del sistema
político-electoral del continente. Poco hemos avanzado.

Ese es el problema infranqueable de nuestro país. Ese mismo, ese nivel, que el Dante escribió y que Rimbaud suscribió, el peor de los infiernos, ese donde el tiempo sólo trabaja para sí mismo, ese mismo que pone al eterno, inmortal e infatigable Pinochet como piedra angular del vertedero de la chilena política. Ese es el nivel del infierno americano, donde se respira el magma caliente, irradiando su lava hacia esa frágil Latinoamérica, donde Chile parece no sólo la más helvética de sus tierras sino que la más inteligente de sus almas, la que antes que nadie llegó de vuelta a su origen. Esperando, pero navegando por internet otra vez, que retornemos a nuestro bicentenario, ese mismo momento donde militares y civiles discutían qué hacer de la patria.

Sólo nos queda enfrentar nuestro origen, ese momento original, ese mismo tránsito magnífico, tal cual una eterna escala mecánica sin destino, donde sólo queda esperar lo que queda del día. Así podremos encontrar chilenos que alguna vez serán felices, si es que asumimos y enfrentamos estos accidentes, la destrucción de la democracia y la cesantía, no como fenómenos coyunturales sino como hechos estructurales. Es también finalmente un asunto de expectativas, expectativas que terminan por ordenar el ánimo de una sociedad. Quizás así se daría libre curso al ingenio de
nuestros pueblos, o a la pobremente llamada participación ciudadana, para enfrentar activa y anticipadamente estos males volcánicos, aparentemente calmos, que se generan en su origen aborigen, como son las dictaduras y la infatigable cesantía, tan testaruda como los generales latinoamericanos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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