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Mulatos desteñidos


«Con su cordillera blanca Ä„ chitas que es linda mi tierra!» dice una de esas tonaditas de tarjeta postal, y en verdad cuando no cae nieve, el color de burro que adquieren las montañas nos inquieta.

Somos egoístas, sólo consideramos la nieve como una reserva de agua para regar, para mover las turbinas que generan electricidad y para que funcionen hasta los más prosaicos artefactos sanitarios. Rara vez nos detenemos a pensar en la pobre gente a la que le gusta esquiar, y que en tiempos de sequía, deben hacer penosos viajes al sur, a las canchas de Chillán, Villarrica o Antillanca.

Ahora, por fin la cordillera está blanca y eso nos deja tranquilos. Porque además de los usos prácticos y deportivos de la nieve, el hielo y el frío son algunos de los símbolos en los que hemos intentado apuntalar nuestra fragilísima identidad. Por algo mandamos ese famoso iceberg que produjo una epidemia de resfríos entre el personal y los visitantes del stand de Chile en la Feria de Sevilla.

Queremos creer que somos helados y eficaces, como los gringos de más al norte. Podría argumentarse que vivimos en las antípodas de los nórdicos, en un paisaje de fiordos y fríos australes, lo que es una verdad a medias. Porque Chile es como una larga lombriz que se estira desde las zonas subtropicales hasta el hielo antártico. Y sus zonas más pobladas están en la ambigua región del medio. Es decir, no somos ni fú ni fá.

La identidad frigorífica lleva aparejada la aspiración de definirnos como un mundo aparte de América Latina, para que no nos confundan con la flojera, la informalidad y la vida caótica de los países tropicales. Y sin embargo hay una fascinación por el trópico que se mantiene en secreto los días hábiles, pero que se desborda los fines de semana.

Cada día aparece un nuevo restaurante cubano o una salsoteca inédita. Despreciamos a las llamadas repúblicas bananeras, pero nos deslumbran la simpatía, la gracia y el ritmo rumbero de los centroamericanos. Y tratamos de imitarlos, de sacarnos la rigidez corporal, la gravedad del carácter y bailar y chacotear y sentir el placer de vivir, pero no nos resulta. Tengo la impresión de que los chilenos incluso el pasarlo bien lo toman como una obligación, como una autoinducida fiebre de sábado en la noche, como una representación que siempre tiene algo de impostado y de falso. «Ä„Ya pus chiquillos, pónganse en onda, si aquí vinimos a lesiar! Ä„Alegría, alegría!» -se escucha decir a los espontáneos animadores de esas patéticas fiestas de oficina, en que se cuentan una y otra vez los mismos chistes, las tallas consabidas, que todos celebran echando afuera laboriosamente la mejor risa artificial, y en que la cumbia y el trencito resultan tan tiesos y mecánicos como la parada militar.

Es que nos quedamos a mitad de camino entre lo nórdico y lo tropical. Es que no tuvimos el maravilloso aporte genético de la raza negra que pudo habernos dado la vitalidad y la alegría que ahora sentimos como una carencia. Es que tal vez seamos unos mulatos desteñidos por las lluvias australes y refrigerados por la corriente de Humboldt.

No somos nórdicos ni tropicales. No somos alegres ni eficientes. Somos un péndulo indeciso que va de allá para acá, pero que la mayor parte del tiempo se mantiene en la ambigua región intermedia, en la zona central que es la más habitada del país.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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