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El nuevo analfabetismo


Hace algunos años las candidatas a Miss Chile hicieron una demostración pública de incultura, que llamó la atención pero no produjo ni escándalo ni alarma pública. Para dejar tranquilos a los pocos inquietos por la precariedad cultural de quienes nos iban a representar, se dijo que bastaba y sobraba con que las misses fueran hermosas, simpáticas y que tuvieran desplante y personalidad. Daba lo mismo que fueran analfabetas. Después de todo iban a un concurso de belleza, no de inteligencia ni de sabiduría.

Hace ya muchos años Chile tuvo una educación pública de primera calidad y programas de difusión artística y extensión universitaria de gran cobertura, que hacían que los libros, el teatro y las artes se contaran entre los principales temas de conversación de una amplia clase media.

Pero la educación se fue deteriorando progresivamente, y se produjo, también, la depreciación de la cultura, con la irrupción de la comunicación mediática, principalmente televisiva, que se va haciendo cada vez más frívola y chabacana, en la medida en que la televisión se convierte en un instrumento de comunicación persuasiva y de seducción del mercado. Es entonces cuando sobreviene el llamado «apagón cultural».

Nos habíamos convertido en un país próspero e inculto, que hacía ostentación de una ordinariez propia de nuevo rico. Se dijo entonces lo mismo que de las misses. ¿Para qué ser cultos? Lo que importa era que el país fuera limpio, ordenado, disciplinado y productivo. Que sepa crecer, que sepa trabajar, que sepa abrir la puerta para ir a exportar. De paso, la educación superior se privatizó y fue convirtiéndose cada vez en mayor medida en fábrica de profesionales y técnicos, en lugar de formar personas con una visión coherente del mundo y con capacidad de reflexionar.

La cultura humanista, por sus potencialidades de desarrollo de pensamiento crítico, de sentidos éticos y de procesamiento simbólico de la realidad, era más bien un obstáculo para el doble proyecto de disciplinamiento laboral y desenfreno consumista que se pretendía imponer. Al sistema le interesaban trabajadores sumisos y consumidores adictos, incapaces de recibir críticamente los mensajes que les estimulaban la vanidad adolescente para hacerlos comprar cosas inútiles.

El resultado de todo esto es que el país vive ahora en una situación de neoanalfabetismo que se reveló recientemente en un estudio realizado por la Organización para el Desarrollo y Cooperación Económico, OECD. El resultado es lapidario: el 80% de los chilenos no tiene un nivel de calidad de lectura que le permita desempeñarse en el mundo de hoy, es decir, en la sociedad de la información y del conocimiento.

Los chilenos saben leer pero no menos del 2% comprende bien lo que lee, y menos del 10% de los profesionales y administradores se ubica en los buenos niveles de comprensión de lectura.

Esto revela, una vez más, la precariedad de la modernización del país de la que tanto nos enorgullecemos, y deja la duda acerca de si no estaremos confundiendo modernidad con barbarie tecnocrática.

Pero el informe mencionado abre una esperanza. Como se ha dicho, hasta hace poco la cultura era indigesta para un sistema para el cual el crecimiento económico requería de mayor consumo, y por lo tanto de una masa de consumidores acríticos, compulsivos, no pensantes. Ahora sabemos, que en materia de crecimiento no podremos llegar muy lejos con una población mayoritariamente neoanalfabeta. Tal vez esto induzca a mejorar la educación y la difusión de la cultura y le dé al crecimiento una dimensión más rica y compleja de desarrollo integral.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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