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Sendas


Un libro cerró mis ojos, he quedado empapada de las palabras que fluían fuera de la página, he dormido en la Panamericana, en el lecho de su nombre.*

Calle y vereda se dibujan aún borrosamente en pueblos y suburbios de ciudades chilenas (suburbios y basurales también). Ciertas carreteras del país son practicadas como calles: he visto un hombre avanzar por el costado de la zigzagueante ruta entre las montañas de dunas, empujando un coche de guagua hacia La Tirana. He visto el recorrido de taxis colectivos desde un pueblo a otro punto apartado, como si atravesaran una sola ciudad. Algunas carreteras hacen de avenida: he visto un hombre de largo abrigo urbano bordearlas con paso acompasado. Y una mujer, de perfume y tacos aguja, de negro y centelleante cabello y cartera, transformar una loma de campo en vereda: remontarla clavando sus zapatos en erguido ademán, por las laderas de Colliguay. Los museos se dispersan en las costanas de la ruta (bastó hundir la mano en los cerros de arena para extraer una punta de lanza atacameña).

Toda carretera es un tajo para abrir camino, un atajo para acortarlo. Podría ser un hilativo, partícula gramatical que permite seguir avanzando en la oración y que, a la vez, amenaza la densidad de sus palabras. Que irrumpe en su posible demora. (¿Cuánto de un relato avanza hacia un final?; ¿cuánto difiere este destino para volverse, precisamente, relato?).

Y algo sofoca en el discurso que corre, principal, de Norte a Sur. Van ahilados los troncos en el remolque del chofer del camión, aquel que va hilando una historia perpendicular u oblicua a su itinerario (rigurosamente oblicua era la disposición de servicios y servilletas sobre las mesas de la Fuente de Soda El Buzo; oblicua la manera de estacionarse el furgón de carabineros, no cerraba el paso ni permitía circular).

La Panamericana corre paralela al mar y a las cordilleras, va trazando una cruz sobre los valles. Como si ligara los climas y sobrevolara las maneras de aclimatarse.

Las orillas son arenales, acequias, pastizales, bosques talados, saltos de río, peñones, cercas de cactus o de pino. Un zorro chilla se inmoviliza, encandilado en plena noche por los focos de un vehículo. Se atraviesan Packing de fruta, Oficinas Salitreras, retenes, geoglifos, cadenas de restoranes de comida rápida, Moteles y Posadas. En el borde del pavimento, como bandereros de la berma, vendedoras y vendedores de dulces de La Ligua, flores, camarones de río, cabritos, mimbre, totora, queso de cabra.

La Panamericana es calco y cálculo nacido del Norte, una coordenada. (Y es ella quien ayuda a reunir las -los- capitales del olvido que son nuestras). Es también aquella promesa del nombre, los accidentes del nombre. (Aunque el sueño sobrevenga al abandonarla, por los caminos de Cholchol, el sueño que dice no hay afuera y adentro). Debe ser una carretera que deslumbra y borra, que acumula y no lleva (he seguido en la carretera, por largos kilómetros, un camión saturado de basura devolviendo hacia el paisaje, por breves e involuntarias ráfagas, los desechos que cargaba).

No habré podido delinear aquello que transporta la Panamericana.

A pesar de dormir un segundo sueño, ya no bajo la página, sino cuneteando el pavimento de la carretera, soñando en la cabina del vehículo por escribir.

*Renato Vivaldi, «Modernidad, materia de la Carretera Panamericana», en Revista Suelo Americano NÅŸ2, julio 2000, Escuela de Arquitectura, Universidad ARCIS, Santiago.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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