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Un gesto supremo


Los miles de manifestantes que celebraban el triunfo del socialista Ricardo Lagos la noche del 12 de enero en la Plaza de la Constitución interrumpieron varias veces su discurso emocionado con una una sola consigna: «juicio a Pinochet». Semanas más tarde, en el acto con que Lagos celebró en el Parque Forestal su juramento como Presidente, el mismo grito acalló las palabras del primer socialista en llegar a La Moneda en 30 años.

Una y otra vez, un sector relevante del país y gran parte de la opinión pública del mundo democrático, esperaba este momento como un verdadero test de la recuperación de la democracia. Un socialista en el poder y un ex dictador sometido a juicio era una combinación difícil de imaginar hasta apenas dos años.

El actor principal de este acto, sin embargo, no es ni el gobierno ni los seguidores del anciano ex Jefe del Estado. La Corte Suprema se ha alzado como un actor protagónico, con intereses institucionales propios que deben haber jugado un papel relevante en este drama.

De aplaudir el golpe y jugar un rol pasivo en la avalancha de violaciones a los derechos humanos que se vino encima en los primeros años de la dictadura, la Corte Suprema fue sojuzgada después por un régimen que no admitía poderes alternativos. Allí, entonces, medraron jueces de triste recuerdo, incluído uno que patentó una frase símbolo que refleja la falta de atención de los tribunales al problema central de justicia en varias décadas. «Me tienen curco con los desaparecidos», dijo en su momento Israel Bórquez, presidente de la Corte Suprema.

Tras el regreso a la democracia, la Justicia tardó demasiado su reciclaje y comenzó a ser calificada por la opinión pública con el peor lugar en el ranking de las instituciones del país, incluso por debajo de las Fuerzas Armadas, del Parlamento y de los partidos políticos.

Medidas como la imposición de un límite de edad para pertener a ella y la limitación del número de años en que un juez puede ejercer la presidencia del organismo permitieron rejuvenecer la vetusta cúpula judicial del país e incorporar jueces de trayectoria menos vinculada al férreo control de ascensos y postergaciones que el régimen militar impuso durante la era en que fue ministro de Justicia el abogado Francisco Rosende.

La necesidad de recuperar imagen pública, el vuelco en los criterios de justicia en torno a los desaparecidos impuestos por la Segunda Sala, la detención en Londres del hasta ese momento intocable ex dictador, la consolidación política de los gobiernos de la Concertación y el distanciamiento de una parte importante de la derecha de la suerte del retirado general son algunos de los factores que deben haber entrado en el «disco duro» de los miembros de la Suprema y sellaron la suerte de este proceso aún antes de que éste comenzara a analizarse.

Seres humanos al fin y al cabo, los jueces de la Suprema no pueden no haber sopesado esta oportunidad única que la historia les ponía en las manos para limpiar su imagen y dar una señal al país entero de que han ampliado los márgenes de la justicia «en la medida de lo posible» de los primeros años de la democracia.

Este gesto, autorizar el procesamiento a un ex dictador que tuvo a la justicia en su mano, desaforar al senador vitalicio que inventó ese cargo para evitar ser juzgado y que intentó escudarse en artimañas procesales como la exigencia de exámenes médicos previos, ese gesto digno, puede ser considerado desde ahora el punto de partida real de la gran reforma al sistema penal que debe comenzar a operar en los próximos meses.

Es verdad que todavía quedan muchos pasos que dar en la justicia para los culpables de violaciones a los derechos humanos. En especial, resta aún conocer el pronunciamiento de la Corte Suprema acerca de la reinterpretación de la ley de amnistía. Pero la señal que se ha dado al mundo es una y muy potente: Pinochet no es un intocable.

Era necesario un gesto audaz de imagen para recuperar la credibilidad necesaria con que enfrentar los cambios que vienen. La renovación de personas y criterios en la Corte era conocida por abogados y periodistas, pero aún la opinión pública era incrédula de que fuera posible el «juicio a Pinochet». Hoy, la Suprema ha ganado independencia y autonomía. Esa es una ganancia más importante incluso para este país que el hecho mismo de juzgar o no a Pinochet.

El país demanda mirar al futuro y edificar una nueva reconciliación. Es con este tipo de ladrillos que esa construcción será posible.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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