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Viejos


Dos veces al año, religiosamente, uno puede ver por los noticiarios a un grupo de muchachones que conforman una cosa que llaman Parlamento Juvenil. Son adolescentes o no tanto que, parece, gustan de la política, y a despecho de hacer carrera en ella desde abajo (o desde arriba, dependiendo de los contactos y vínculos familiares), se instalan por unas sesiones en el edificio del Congreso mismo, en un ejercicio ficticio de legislar, o de creer que lo que resuelvan va en verdad importar a los verdaderos legisladores.



Como sea, en una de esas se logra algo: que algunos, después de la experiencia, decidan definitivamente abandonar la política o sus ambiciones de llegar un día a ser diputado o senador. Pues bien, el actual presidente de la Cámara de diputados, Víctor Barrueto, tuvo la ocurrencia de contarle la experiencia a unos ancianos en la ciudad de Talcahuano, por donde fue elegido.



Los ancianos, ni cortos ni perezosos, le preguntaron a Barrueto cómo podían ir ellos en «la parada». ¿Se entiende? Bueno, de ahí surgió la poca novedosa propuesta de crear ahora un Parlamento de la Tercera Edad.



La idea es que ese Parlamento se junte dos veces al año, conformado por dos representantes de la llamada tercera edad por distrito. Nada se dice de cómo ni quién los elegirá. Ni para qué los van a llevar a pasear al Congreso a calentar las butacas dos veces al año para, en un ejercicio propio de la senilidad, olvidarlos prontamente.



Yo creo que nuestro Congreso ya tiene suficiente gente de edad, demasiados ancianos sobre todo de espíritu -que el carnet a veces poco importa- como para llevar más. Sobre todo porque los que están sufren de ciertos rasgos propios de la ancianidad: escuchan poco (y en este caso no por problemas de sordera), olvidan con frecuencia (sobre todo cuando se trata de sus promesas) y tienen esa característica que se llama «chochera», que implica sentirse ligeramente más chispeante y asertivo que el resto.



Parece claro que los respetables ancianos que en una de esas tienen la oportunidad de llegar a este Parlamento de la Tercera Edad van a sufrir más por sus anfitriones que por la insensibilidad promedio que la sociedad chilena, casi siempre desagradecida, prodiga a sus viejos. En efecto, corren el peligro de ser recibidos por sujetos más dados a la chochera que cualquier otro.



En el fondo, la idea de un parlamento de ancianos no es mala. En numerosas culturas eran ellos los que legislaban. Seguramente eran tiempos de menos «máquinas» y cuchillos. La propuesta, incluso, podría entenderse como forma de agradecimiento a quienes dieron tanto por la patria (por ejemplo trabajando por la instrucción, la salud y ciertas empresas públicas, privatizadas sin que nadie les preguntara ni pío).



Sin embargo, es inevitable temer que la idea no resulte más que un nuevo «mono» en la tele y un buen par de fotografías a la hora de entrar en la próxima campaña. Los viejos también votan.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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