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El día de…


Entre las muchas carencias de Chile, una de las peores es su falta de carnaval. En un país con ciudades como Santiago, que figuran ya en el ranking mundial de las urbes con altos índices de enfermedades mentales, el carnaval debería establecerse como una gran terapia colectiva.

Vivimos aplastados por obligaciones plazos y deudas, y acosados por jefes abusadores y clientes insoportables. El carnaval es el tiempo en que todo eso se deroga. Es un respiro en que dejan de regir las jerarquías, en que «el noble y el villano saltan y se dan la mano», y en que las exigencias de la vida diaria quedan suspendidas. Los pueblos sanos y alegres, como el brasileño, hacen uso y abuso de este desahogo. Nosotros, en cambio, hemos reemplazado el carnaval por una serie de festejos menores en los que se mezclan la fiesta con el consumo y con diversos sucedáneos de la ciudadanía.

Así, por ejemplo, una vez al año dejamos de ser competitivos para transformarnos en caritativos. La Teletón es una especie de carnaval solidario, en el que la sociedad se hace cargo de resolver una de las tantas obligaciones de las que el Estado abdicó. Esta fiesta suele culminar en una gran explosión emocional, que nos hace sentirnos buenos y conmovernos hasta las lágrimas de nuestras propias bondades, que el resto del año permanecen ocultas.

Además se ha inventado la celebración de una cantidad de días de la madre, el padre, el amigo, los compadres, los enamorados, el perro, el gato, y de una larga lista de profesiones y oficios, siempre y cuando sean respetables y correctos. No hay, por ejemplo, un día del amante, de la concubina ni de la bataclana. Se menciona a menudo el día del órgano masculino, pero para aludir a alguna fecha remota o improbable.

Todos estos días, en realidad, son fiestas del consumo, pequeñas pascuas alentadas por grandes centros comerciales. Anteayer se celebró el día del niño. Fue un domingo en que en el Metro y en los malls se escuchaba, como música de fondo, un pot pourri de temas de las películas de Walt Disney, y en que por las calles se veía a los adultos arrastrando a niñitos sobrecargados de globos y baratijas de papel crepé con la insignia de alguna hamburguesería o multitienda. Había, además, un despliegue de payasitos, títeres y otras puerilidades, que no tienen nada que ver con una generación de niños que consume las apocalípticas animaciones japonesas, plagadas de robots, mutantes y alienígenas. Es como si la sociedad de consumo quisiera rescatar por un día la inocencia perdida, y para eso le cambia transitoriamente la dieta comunicacional a la infancia tecno de hoy.

El asunto es que los adultos participamos con más entusiasmo que los niños en este día. ¿Por qué? La explicación más simplista sería decir que frente a los estímulos de la publicidad reaccionamos como el perro de Pavlov, o como el ovino que sigue al rebaño. Sospecho que nuestros impulsos son muchos peores que ésos. Celebrar al niño un domingo, en una orgía de compras, de helados y golosinas pegajosas, de rondas infantiles y cesantes disfrazados de duendecillos y de hadas, nos alivia la conciencia por no preocuparnos seriamente del niño todos los días del año. Nos ayuda a descargarnos de la responsabilidad que nos toca por un mundo de niños maltratados o con carencias afectivas serias; de niños que en los sectores bajos tienen al televisor por nodriza, y en los medios y altos al computador por compañero; de niños descuidados por sus padres ausentes, que están demasiado ocupados en ganar plata, entre otras cosas para vaciar las tiendas en el día del niño.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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