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Obras Olvidadas y Obras Públicas


El desafuero ha tocado esta vez a una de las tantas y complejas redes de la institución literaria. La literatura hace noticia -hace mercancía noticia- a propósito de la atribución del Premio Nacional. No es nuevo en estos tiempos publicitarios: para que la literatura, para que el arte, se vuelva producto susceptible de circulación, debe hacer escándalo. Como si lo legible de la literatura fuese el anecdotario, cuando aquello que quiere abordar la escritura es precisamente la falta de transparencia de las palabras, su distancia con la representación, el problema, el insistente y demorado problema del lenguaje, nuestro duelo con el lenguaje y en él.

Pero se trata hoy de la institución literaria. De los meandros de poder que atraviesan los distintos actos vinculados a la escritura, desde los proyectos subjetivos de escritura hasta los jurados que sancionan las obras -con todas aquellas mediaciones que hacen el libro, que hacen la firma, que hacen el canon, que hacen el producto-, meandros que se tensan desde la tinta de la escritura hasta las salivas que juzgan su lectura. La máquina -una entre otras- muestra hoy su desvencijado engranaje, muestra su cuerpo, su cuerpo con órganos (el autor del cuerpo sin órganos, Artaud, siguió escribiendo su escritura de alto riesgo en el manicomio). Hoy, apenas, se hace un recuento público de la asimétrica destinación de aquel premio entre escritoras y escritores, como si fuese sólo el inicio de una historia de discriminación, como si los jurados en materia literaria institucional no rotaran siempre en el mismo, estrecho y repetitivo elenco que se da este igualmente estrecho campo de arte nacional y no hubiese, entonces, responsabilidad en aquello que se critica por quienes lo critican, por estimarse esta injusticia una actualidad sin antecedentes (como el resto de la actualidad). La máquina muestra su cuerpo: tiene edad -la disputa tensa las generaciones (más carnales que aquellas clasificadas por la academia), tiene sexo (Gabriela Mistral sólo obtuvo este galardón tras recibir el premio Nobel, Stella Díaz Varín aún lo aguarda, o tal vez sabe, sabe que Los Dones Previsibles no son éstos, que ella atentó demasiadas veces contra los poderes establecidos, contra la figura -entre demiurga y mesiánica- que debe establecer una portadora de la sagrada escritura), tiene itinerario por ciertas zonas, recintos, reductos -azarosos y menos azarosos (carrera, en lengua dominante)-, tiene vínculos -tal vez alianzas, tal vez pactos- y tiene vehemencia: desea. Una maquinilla gris, que ha ignorado la tinta de Vicente Huidobro, de Juan Emar, de M. Carolina Geel, de Enrique Lihn, de Mercedes Valdivieso, de Jorge Tellier, de Juan Luis Martínez, dice haber premiado las vidas enteras al servicio de las letras ¿Qué días suceden en la vida de una escritura? ¿Qué es la vida en el río, qué es la literatura de El Río? ¿Quién mide la vida que se arroja a la literatura en un Diario de Muerte? ¿Qué cronómetro, qué vara para el autor de Ayer, que escribe como respira los interminables tomos de una obra póstuma? ¿Qué es obra y quién lo dice? Uno de los pivotes de la máquina queda al desnudo cuando se cruza y sobrepone otra economía a la suya: una obra que tal vez se ha jugado y resumido a sí misma en un breve e intenso infarto (que, tal vez, se abre y se cierra en los primeros poemarios) y que va acompañada de una noción más hábil y actual de vida, cuando la vida, escrita como Vida Nueva, no se riñe ni se aparta de la actualidad, sino que la calza: la acomoda y se acomoda en ella. Este es el presente de la Transición: una palabra puesta al día. Un intercambio de servicios. Una palabra vuelta Obra Pública en momentos que lo público calza con la publicidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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