Publicidad

Despejando dudas


El asunto de Correos de Chile -las millonarias indemnizaciones que los ejecutivos de la administración anterior recibieron al salir de la empresa, que además les pagaba sus impuestos, y que fueron denunciados por la actual administración- plantea varias preguntas.



La primera, casi filosófica: ¿de dónde nace esa impudicia, esa falta de pudor para defender la justicia de esos montos? ¿Será de cierto hábito de poner los pesos por delante, incluso en la actividad pública, por no tener ya ninguna otra cosa que poner por delante (proyectos, valores, compromisos, lealtades, etcétera)?



Dejemos las preguntas filosóficas, para no deprimirnos, y analicemos algunos puntos.



Los ejecutivos dicen que realizaron una labor extraordinaria, aumentando el valor patrimonial de la empresa -lo que es cierto- y que merecen una recompensa por ello, cuyo monto está en el precio de mercado. Pero habría que despejar algunas cosas para ver la validez de ese argumento.



¿Esos sujetos fueron contratados por sus méritos profesionales o llegaron allí por sus vínculos políticos? El problema que esa interrogante plantea una pregunta anterior, sobre la naturaleza del directorio que los contrató: si sus integrantes están allí más por méritos profesionales que políticos (pregunta que, por lo demás, podría hacerse incluso a algunas empresas privadas). El directorio, su sello, define el carácter de las contrataciones. Para algunos eso podrá ser injusto, pero es así, porque es anterior a la justicia de sus contrataciones.



En todo caso, si los ejecutivos han sido contratados por razones políticas, y por lo tanto responden a la confianza política de quienes los contrataron, el fin de esa confianza (con la llegada, por ejemplo, de una nueva administración) no debiera suponer el pago de indemnizaciones. Ahí debiera primar la idea de que se acabó el cuarto de hora de la paleteada del correligionario. Entonces, al contrario: debieran agradecer el haber estado allí.
Los cuartos de hora, en estos tiempos, son jugosos.



Pero si esos ejecutivos fueron contratados por sus méritos profesionales, -o, mejor dicho, fundamentalmente por esos méritos, porque es ineludible anotar la composición política del directorio-, uno debiera esperar que una empresa de carácter público realizara un concurso de ese tipo para llenar esos cargos. Si los que postulan a esos cargos aspiran a conseguir indemnizaciones propias del mercado, debiera haber apertura total para que el mercado llenara esos puestos. O sea, primero competir en el mercado para ganarse sus eventuales beneficios monetarios.



Resumiendo, el problema es que, como están las cosas, las empresas públicas corren el riesgo de mantener los vicios de las antiguas empresas estatales, pero al mismo tiempo compitiendo e incorporando las prácticas de la gestión privada. Los ciudadanos esperan que no se mantengan, justamente, los vicios de lo público (compadrazgo, apitutamientos, corrupción) con la droga de lo privado (la subordinación de todo al monto de lo percibido individualmente).



Esta encrucijada remite a un problema más profundo: la pérdida de sentido de lo público (hablamos en líneas gruesas). Tal vez no hay peligro mayor para un Estado (y, más pequeñamente, para un gobierno) que la pérdida de su sentido, porque es naturalmente reemplazado por el del lucro individual, propio de la empresa privada. En ese punto, muchos gobiernos simplemente se han derrumbado. Porque, aunque a veces se nombra de otra forma, lo que resume ese instante es la corrupción.



(Todo lo anterior, por supuesto, es válido para analizar cómo estaban integrados los directorios de las empresas estatales durante la dictadura y el proceso de privatizaciones por ella llevado a cabo, que convirtió los cuartos de hora en tiempos eternos: la eternización de una cierta corrupción).




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias