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Desafíos de Septiembre



De niño, el mes de septiembre -mejor dicho: las breves vacaciones de ese mes- me planteaba tres desafíos fundamentales. Uno, los volantines: cuando se tienen diez años el asunto de los tirantes laterales provocaba dudas que hasta el día de hoy me persiguen. Un tío, bondadoso y de manos grandes, usaba la clásica medida de los «cuatro dedos» desde el palillo central para marcar el punto donde hacer los hoyos para atar los tirantes.



Yo miraba mis manos y advertía la desproporción y, por lo tanto, la subjetividad de la regla. La acataba igual y el aparato se encumbraba y obedecía sin grandes zozobras. Resumen: las leyes tienen su margen de interpretación y, también, de sospechosa arbitrariedad.



Dos, los borrachos. Nunca fui a fondas, y mi experiencia se limitó a unos magníficos paseos en auto con la familia, temprano en la tarde, donde pasábamos por lugares donde estaban instaladas las ramadas. Recuerdo a Chiguayante, en particular. El juego era simple y consistía en contar borrachos con los hermanos. Ganaba el que sumaba más, y hablamos de sujetos evidentemente beodos. Eran decenas.



Normalmente vencía el que conseguía una buena ubicación: ventanilla al lado derecho, cerca de la vereda. De esto no resultaba una conclusión categórica, pero había una cierta asociación entre Patria y borrachera, fiesta patria y tipos inconscientes. El patriotismo como una cierta inconsciencia. Sospechoso.



El tercer desafío no tenía nada que ver con las fiestas del dieciocho propiamente tal, sino con el hecho -presente en todas las festividades- de tener días libres por delante. ¿Qué hacer? ¿En qué gastar ese tiempo? De niño no se tiene noción del concepto de ocio, pero es en esos años en que se construyen ciertos gustos. Jugar al fútbol, leer, excursionar por los cerros, sembrar semillas, mirar el río y reflexionar sobre algo indefinible pero claramente perturbador, soñar con esa niña -Ä„y pensar que era una niña!- que me apretaba el corazón en los tiempos en que el amor no tenía sentido como tal vez no lo tiene nunca.



En eso se me iba septiembre. La Parada Militar era un decorado accidental, un murmullo de fondo cierta tarde, en una suerte de quinta, con juegos y carreras, murmullo saliendo del televisor desde la señal de TVN, siempre tan marcial y oficialista por los siglos de los siglos. Los militares deambulaban por septiembre como alegoría a la que nunca me sentí cercano (prefería jugar a ser corsario o cualquier otra cosa antes que disfrazarme de militar, aunque seguramente hubiese preferido jugar a ser milico antes que cura), y en la medida que crecía, lo amenazante de su significado también fue creciendo.



Ahora, septiembre se fija tanto en la Parada, en los gestos que se harán no se harán, que yo sigo añorando los volantines, el triste juego de contar curados, la nostalgia de esa niña (que después, pero mucho después, fueron otras), y un sonar de tambores lejano, ajeno e inofensivo. Ni siquiera secundario.



Acerca de… septiembres

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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