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Septiembre ya no es lo que era


En las Fiestas Patrias de Septiembre, los chilenos han vivido tradicionalmente una vuelta ritual a sus orígenes como nación independiente, una inmersión simbólica en un mundo campesino, que conecta con el pasado más profundo, y seguramente más emotivo, del país. Las ramadas embanderadas y la música, el vino y los bailes folklóricos, las reuniones familiares y los asados al aire libre han convocado, año tras año, a la comunidad republicana a celebrar el mito de unos viejos primeros tiempos de concordia patriótica, de feliz confraternización inaugural, de paradigma histórico a seguir.



Por cierto que la intensidad emotiva y cohesionadora de estas fechas se ha ido erosionando. Septiembre ya no es lo que era, ya no evoca la inocencia dichosa de las empanadas y los zapatos blancos. Ahora se erige como un mes peligroso, de conflictos y discordias que se han naturalizado tristemente en el último cuarto de siglo. Una historia inmediata mal digerida, unas instituciones creadas para no responder a la sociedad real, unas palabras que no tienen espacio para ser dichas, explotan cíclicamente en estos treinta días que transcurren desde el natalicio de Bernardo O’Higgins hasta la parada militar realizada en el viejo Campo de Marte de Santiago.



Septiembre se ha convertido así, en el mes de la desunión nacional, de la conciencia de una patria que no se siente feliz, del paradigma perdido, de la república que no se ha podido reencontrar a sí misma.



Se enfrentan en esta etapa del año al menos dos Chiles, que reivindican para sí distintos orígenes y legitimidades. Uno, que proclama como acontecimiento fundante el golpe militar de Septiembre de 1973 y que se siente con cierto derecho para administrar el patriotismo, para fijar la línea correcta en la interpretación de la historia del país y para imponer unilateralmente el modelo de democracia considerado suficiente y oportuno, aquí y ahora, para los chilenos.



Por supuesto que esta rígida visión se opone a la acumulada por una historia republicana, política e intelectualmente mucho más abierta y confiada, menos monolítica y que fue integrando a distintos actores y discursos sociales, a las instituciones públicas. Esta vida republicana fue interrumpida por los acontecimientos de 1973 (cuya responsabilidad, por cierto, es múltiple) y todavía gran parte de Chile siente su ausencia, especialmente cuando llegan estas fiestas de Septiembre, a las que actualmente les falta alguna parte de su espíritu.



Alguien quizás podría creer que, al enunciar las dos visiones expuestas respecto al actual Chile, estoy pensando en la dialéctica política vigente en los últimos años entre la Concertación y la Alianza por Chile, o entre el oficialismo y la oposición. Nada más lejano a mi propósito. Este profundo quiebre nacional que se expresa en Septiembre, interpela a los diversos grupos y posiciones, y los cruza transversalmente.



La increíble farsa cupular por la cual en estas fechas de 1998 se suprimió el feriado del 11 y se instituyó la fiesta de la Unidad Nacional, demuestra el nivel de ceguera histórica y de inepcia política existentes en núcleos de ambos bandos. El remedio, ya se sabe, ha sido peor que la enfermedad. Si antes Septiembre tenía al menos un día de total enfrentamiento, ahora ya son como mínimo dos. Cada vez menor número de personas se van a sentir cómodas en un mes, cuyo calendario ha sido acribillado por tantas torpezas.



Para que estas fiestas lleguen a ser de nuevo lugar y tiempo de todos, para que constituyan el modo más gozoso y profundo de conversación y de encuentro ciudadano, hace falta ahuyentar el miedo, que es la negación de la alegría, y superar la desconfianza y el dogmatismo, que son la negación de la convivencia. Sin alegría y convivencia se opacan las fiestas, se nubla Septiembre y se encoge el alma de la patria.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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