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Supervivencias de mundos perdidos


La modernidad y las cualidades destructivo -creadoras del mercado, impulsan un movimiento perpetuo de desintegración -renovación, donde todo lo sólido, incluso las ciudades, se desvanecen en el aire. Como ejemplo de este dinamismo creador y destructor, Marshall Berman examina el caso de Nueva York. Muchas de sus grandes estructuras, monumentos y edificios fueron diseñadas como expresiones simbólicas de la modernidad.



Entre estos símbolos están también los de la ruina y la devastación. «El Bronx donde yo crecí -señala Berman- se ha convertido en la contraseña internacional de las pesadillas urbanas de nuestra época: drogas, pandillas, incendios premeditados, asesinatos, terror, miles de edificios abandonados y esqueletos de construcciones consumidas y carbonizadas, docenas de manzanas donde no hay nada más que desperdicios y ladrillos rotos».



A este panorama apocalíptico urbano, que ya se ha hecho familiar en el comic se superpone el recuerdo nostálgico de los que vivieron su infancia en ese barrio, cuando era residencial.



El barrio de la infancia que deja de ser lo que fue para convertirse en un ámbito fantasmal, ha pasado a ser un tópico del imaginario de nuestro tiempo. En cierto modo, todos somos exiliados de ciudades o barrios desaparecidos.



En América latina, uno de los mundos arrasados por la modernidad fue el arrabal de Buenos Aires. En las últimas décadas del siglo XIX se crea esta periferia cuya población era principalmente masculina: veteranos de guerra, soldados desmovilizados después del fin de las guerras contra los caudillos, gauchos sin tierra e inmigrantes a los que se había llevado a poblar la pampa, pero que terminaron quedándose en la orilla de la ciudad. El prostíbulo aparece entonces como el negocio y el sitio que puede suplir las carencias afectivas, sexuales y sociales de todos esos machos solitarios.



El arrabal es el espacio urbano donde se encuentran varias zonas limítrofes: demarca los lindes entre el campo y la ciudad, entre la civilización y la barbarie y entre los legal y lo proscrito. La orilla alberga al mundo delictual. Nace allí todo un culto al machismo más elemental y atávico, al valor, a la lucha por la posesión de la hembra escasa. Y también una picaresca orillera, de busconas, cafiches y homosexuales legendarios como el español Luis Fernández, apodado La Princesa de Borbón.



Éste estuvo a punto de estafar al mismísimo Congreso nacional argentino, que iba a concederle una pensión vitalicia como viuda de un soldado de la guerra contra el Paraguay.



Hacia 1930 el arrabal comienza a desvanecerse. La economía agro-ganadera de exportación convive con otra, financiera, comercial e industrial. La expansión de la actividad fabril termina por absorber en la disciplina del trabajo a todo ese mundo entre picaresco y lumpen. Al mismo tiempo se liquida a las grandes mafias como la Zwi Migdal, que manejaba una buena tajada de la cosmopolita prostitución bonaerense.



La conquista del arrabal tiene cierta afinidad con la llamada «campaña del desierto» que años antes había conducido el general Roca, para reducir «la barbarie indígena». Con esa operación se destruye la frontera con el mundo salvaje, en el que muchas veces se refugiaban los anarquistas, los perseguidos y los descontentos, como el gaucho Martín Fierro. El progreso y la modernidad redujeron también al arrabal, ese último ámbito salvaje que se las arregló para crecer en la ciudad misma. Desaparecieron allí los guapos, malevos, las minas y los compadritos.



Sin embargo, el arrabal se desvaneció en el aire para permanecer. A diferencia de otros mundos arrasados por la modernidad, el arrabal y sus personajes se convirtieron en leyenda y sobrevivieron en el tango y en la literatura, en autores como Borges, Sábato, Carriego o Manuel Gálvez.



Pienso en tantos barrios santiaguinos que tuvieron sus propios héroes, sus historias pasionales, sus leyendas y que desaparecieron sin dejar rastros. ¿Quién se acuerda hoy de cafiolos que en su tiempo fueron famosos como el Cojo Trincado, o de regentas como la Nena del Banjo o de Gustavo Adolfo Carnot, el míster Chile que se convirtió en el rey de la noche santiaguina? Desafortunadamente no tuvimos ni tangos ni escritores que los rescataran de la más profunda de las muertes.



Hoy vivimos en espacios urbanos cada vez más homogéneos. En edificios de departamentos uniformes, o en conjuntos residenciales de cientos de casas iguales unas con otras, cada una con su televisor, sin música propia, sin organillo, sin historia ni leyenda.



Llegará el día en que las habitaciones y las familias serán tan iguales, que uno podrá entrar en cualquiera casa y dará lo mismo. La única diferencia la pondrán los vagos, los sin casa, los que duermen en la calle con sus bultos y sus perros. Esos seguirán silbando tangos y en sus delirios alcohólicos soñaran con arrabales y barrios inexistentes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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