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Olímpicos


Sydney ya terminó. Samaranch, el Presidente del Comité Olímpico Internacional, ha señalado que éstos, los del año 2.000, han sido los mejores juegos de la historia. Algunos todavía creen que eso se llama diplomacia, cuando en verdad es pura demagogia: ya dijo eso en Barcelona, Atlanta y Moscú; lo podrá decir mañana si se celebrara una Olimpíada en Machalí, da igual.



Y como las Olimpíadas han terminado, debemos prepararnos porque por al menos toda esta semana viviremos ese inútil lamento, disfrazado de análisis, por el estado del Deporte Chileno (con mayúscula, porque mayúsculas usan aquellos pelmazos que siguen convencidos que un triunfo deportivo vale más que ser decentes, o que el fraude del Maracanazo afectó más la imagen del país que la
dictadura, con sus horrores y muertos y torturados).



Llegaremos al próximo domingo, entonces, saturados por las consignas de falta de profesionalismo en nuestros deportistas, la eterna improvisación en las preparaciones, el dudoso perfil de los dirigentes y la falta de apoyo (estatal o privado) a las disciplinas, etcétera, etcétera. Serán las letanías de siempre, pero si uno se detiene un instante, desde allí podría uno intentar mirar al país en su conjunto.



El ejercicio puede ser deprimente. Uno podría sospechar de la capacidad profesional de la media de los profesionales chilenos, sostener que el país pocas veces ha sido capaz de planificar en el largo plazo, acusar la caradurez de muchas instancias directivas y simplemente constatar que si el deporte recibe pocos aportes financieros, es necesario darle una ojeada a la situación de la salud (y las deudas de los hospitales) y de la educación.



Es cuestión de perogrullo, pero el deporte, en general, es una buena muestra de la generalidad del país. Es como la política: no hay grandes personalidades (salvo, por cierto, las inevitables excepciones que ganan por ahí alguna medalla), pocos miran a largo plazo, las cúpulas partidarias se han transformado en un coto de caza codiciado, por las relaciones comerciales que desde allí se pueden hacer, y en cuanto a los presupuestos, bueno, es cosa de mirar cómo se aseguraban la «mesada» los de Correos.



No hay nada más exasperante que esos sujetos que hablan del deporte o de la política como una cosa única, como el elemento que define las cualidades de la patria. Unos desprecian al otro (a pesar de que ya son varios los políticos que han aprendido que el deporte puede dar dividendos, y no pocos deportistas seducidos con la idea de «aportar» al país desde la política), y en ellos hay una suerte de fanatismo peligroso, evidente, desembozado.



Si estuviésemos en manos de unos, todos deberíamos andar haciendo flexiones, y los lerdos o torpes bien podrían resultar exiliados. Si gobernara la elite de los otros, los sin militancia, los que sospechamos por cuestión de sano ejercicio de los partidos, podríamos terminar en Isla Dawson.



La omnipresencia del discurso «deportivo» -en boca del compañero de oficina, del chofer de taxi, del esperpéntico comentarista de la tele- semeja a esas dictaduras de novela: solapadas pero infiltradas en todas partes; aparentemente inofensivas, pero dispuestas a arrancarte la cabeza sin ningún empacho.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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