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Coyunturas Rotas II (Arte y Política)


He querido hacer, por homenaje en el tiempo a la lucidez de ciertas obras visuales, y por homenaje a la memoria -entendida de modo menos mezquino que las reducciones a las cuales se ve hoy sometida- un recuento (un raconto, quizás) de aquello que éstas han puesto en escena: los hiatos -cortes, distancias, hendiduras, desapariciones- provocados o pronunciados por la dictadura, por la violencia militar, sumada a otras violencias de nuestra conformación política y social.



Las complejas operaciones de la Transición, las nuevas formas de silencio y de silenciamiento que le son propias, son puestas de manifiesto en otras elaboraciones visuales.



La crisis heredada -esos huecos, esos forados en el sentido- parece allanarse en la superficie, (ya no allanamiento de cuerpos y recintos, sino allanamiento de los modos de percepción, a fin de auspiciar los lazos globalizados), como si la Transición hubiese adelgazado los planos, y las formas de resistir a esta pérdida de relieve fuese introducir de contrabando la densidad sobre materiales que parodian la lisura (lisura que es, también, pista de comercio, banda de transmisión, circuito de luz).



Los Retratos de Carlos Altamirano, el vértigo inscrito calladamente en la franja digital que los sostiene, me hace pensar en un desplazamiento de las formas políticas con las cuales la Transición compone las lagunas en el tiempo blanco de la posdictadura.



Hay una suerte de plastificación de un transcurso que no avanza: daño sin costura, herida sin cuerpo, náusea sin subjetividad, muertos sin sepultura.



La desproporción entre el color -esas coloraciones de lo real en los pantones publicitarios- y la lentitud con que se derraman las imágenes, sin correr, parecen hacer la demente relación de los hechos que desaparecen.



Si los mercados, comerciales y políticos, fatigan las palabras, reduciéndolas en peso para volverlas vehículo, chips de pactos, chips de ecuaciones capitales, Cristián Silva -en sus dispositivos de lo anodino (aquella bomba de tiempo, aquel artefacto del no-tiempo en Aquí estaba nuestro hogar)- las arranca de la programación y, mimando su gélido hábitat, que de bando militar se ha tornado en instrucciones de uso, en perentorias clasificaciones, las somete a otro juego de perspectiva, les construye un sitial soberano en que dejan de estar coludidas con la mirada y vuelven a interrogar, a seducir, a contradecir y a aplastar el ojo.



Industrialmente frías, desprendibles y quebradizas son las embaldosadas palabras en Viviana Bravo: un cambio de posición, una falla en la mezcla (de albañilería) que las mantiene sujetas, y su imberbe lisura es vencida por los cuerpos.



O deportada de su contexto, en los trabajos de Rainer Krausse, la letra chica, la lista, la fórmula común, y develada como política administrativa: administración de los desaparecidos, de las mercancías, de la pobreza; administración de la palabra.



Sabemos que la Transición maneja el arte de gestionar las crisis. Lo sabemos cuando giran en balde sus engranajes (nosotros, nosotros descompuestos), en los circuitos rotos de la pintura de Claudio Herrera, donde se iguala enciclopedia y publicidad (traducción contemporánea de la palabra pública), en una cartografía maniática que deja a la luz la padecida desaparición del relieve.



Todo vale: en su doble acepción: todo vale. (Tal vez la pérdida de inmunidad corporal a la cual nos acostumbrara la dictadura presagiaba, acompañaba, esta otra: no hay límites ni fronteras para el capital.



Es este el padecimiento al cual intentamos otorgarle relieve, es esta subjetividad que constituye su accidente). Y Andrea Goic hará de la misma supresión un catálogo -informe o Memoria, en fin, rendición de cuentas bajo la imperante lógica empresarial, en todos los campos de producción- en el compacto de video de su obra «Casting Chile».



No hablé de las políticas domésticas, de las políticas de interiores: la violencia de la casa, del domicilio, de la memoria familiar. Si comprendemos el orden del hogar como clave de otros disciplinamientos y leemos los intrincados vínculos entre circuitos afectivos, simbólicos y de producción, si vemos allí puertos y zonas de trasbordo de las divisiones sociales y sexuales del trabajo -lugar de intenso comercio entre sangre y leche-, la ciudad se vuelve una Ciudad de las Casas.



Ciudad de familias, en la cultura tribal chilena. Unidades de consumo, para una ciudad mercantilizada que se vive como campo de batalla por la información, y que vuelve el mapa urbano una gigantografía de las bases de datos.



Unidad farmacológica, en la medicalización de las subjetividades. Las obras que abordan estos escenarios, vistos como menores, carecen del tono épico en que la política se ha reconocido como tal, tras la senda del fraseo de Bello, en los espacios públicos locales.



Y, sin embargo, allí está la Anatomía de la colisión (Demián Schopf): la lenta corrosión de un retrato, de un ojo histórico -el rostro del monumento a Andrés Bello- y su híbrida transfiguración en contacto con un personaje retratado en el perímetro inmediato al monumento -un lustrabotas.



Fardo, envoltorio y costura de las biografías (Nury González); lo desaparecido viaja entre la memoria social y el duelo corporal: su falla se aloja en mapas, planos y en la repostería doméstico-ciudadana y sus políticas de almacenaje y conservación (Juan José Acevedo); enmienda de las herencias, clínica del Código Civil (así como las Clínicas del Calzado, de la Media, del Calefon, Chantal de Rementería); interior como paisaje fuera de foco (María Paz García); domicilio como serialización (Consuelo Lewin).



La comunidad hace su desaparición, y en puentes, estaciones de Metro, contra La Moneda -convertida de Palacio en otra casa-, se suspende la subrepticia operación del desalojo (La necesidad de dormir, Carlos Montes de Oca).



Del trastorno de lo político quise hablar, de nuestro trastorno. Leer en las artes visuales el lenguaje de las fallas que hacen difícil, hoy, hablar. Leer en algunas miradas que lo interceptan la dificultad de ver. Puedo decirlo al revés: mi celebración está en el hecho que ya no distingo, al mirar, si veo aquello que nos ocurre o si me ocurre la falla que alguna obra puso en acción.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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