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El Ejército que no fue


Se inició la semana pasada, en Buenos Aires, el juicio oral contra Enrique Arancibia Clavel por el doble asesinato, en 1974, del ex Comandante en Jefe del Ejército, Carlos Prats, y su esposa, Sofía Cuthbert.



El caso es uno más de la larga lista atribuida a la DINA, esa organización que tenía por emblema una suerte de puño de hierro, símbolo que da buena cuenta del poder que sus creadores le atribuían o el que aspiraban alcanzar.



Los tribunales argentinos ya han calificado ese crimen como de lesa humanidad, y por lo tanto imprescriptible. Pero es la figura de la asociación ilícita la que puede traer más secuelas: los imputados de pertenecer a ella deben enfrentar un eventual juicio en prisión, y si la DINA obedecía a Augusto Pinochet, según su decreto de constitución, todo podría terminar con una orden de extradición para el ex dictador.



A pesar de las previsibles declaraciones del imputado, su defensa y su familia, pocos dudan -por las pruebas aportadas al proceso- que Enrique Arancibia Clavel perteneció o colaboró activamente con la DINA y que participó en la planificación del atentado contra el matrimonio Prats-Cuthbert.



Enrique Arancibia Clavel ya fue involucrado en el asesinato del general René Schneider, Comandante en Jefe justo antes de Prats, y parece surrealista que, instalado el doble crimen de Buenos Aires en los medios de comunicación por este juicio en los tribunales bonaerenses, poco o nada se haya reflexionado aquí sobre el hecho de la probable responsabilidad de hombres vinculados al Ejército en el asesinato de Prats y su esposa. Es un silencio espeso, vergonzoso y nauseabundo.



El Ejército, por cierto, no se hace cargo del asunto, pero nadie se atreve a tomar esa daga enterrada en el corazón de la institución, y que, en el fondo, significa la muerte de la misma, la muerte de un Ejército como el que fue, la muerte de una cierta idea de militar, la muerte de una cierta idea de «familia militar» que no distinguía a sus miembros por cuestiones ideológicas (podríamos agregar, por ejemplo, el quiebre íntimo que supuso el sometimiento a tortura, por parte de subordinados, de oficiales que se negaron a plegarse al golpe militar).



Será, tal vez, porque ese doble crimen encierra o contiene la expresión más cruda de la ruptura que el régimen de Pinochet significó para el país. El poeta Armando Uribe lanzó una vez la idea de que la dictadura pinochetista había acabado con la República, irrecuperada hasta el día de hoy (y tal vez, seguramente, irrecuperable).



Considerar este punto de análisis sostendría la idea, entonces, que lo que llamamos transición es un embrujo. Transitar a la democracia ha sido la promesa de la Concertación, pero ella no ha sabido enfrentar la evidencia que no es a la democracia republicana de antaño hacia donde transitamos (si es que existe tránsito). Es cosa de ver a nuestro actual Ejército -y su amurramiento en ideas aferradas a la dictadura- para poner un ejemplo de ello.



Podríamos, entonces, lanzando una última idea, escarbar en ese dolor profundo que carga la Concertación, esa frustración que se desliza en aquellos que todavía no olvidan y no se han engolosinado con los caminos inexplorados de la modernidad. Ese dolor es simplemente que no han podido cumplir con su promesa fundamental: restablecer un régimen democrático pleno.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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