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Música del recuerdo


De pronto, entre las estridencias del rock metálico, los espasmos raperos, el lloriqueo histérico de las cantantes españolas y la monotonía sound empezaron a oírse canciones viejas, del tiempo en que la música popular aún tenía melodía y letras medianamente elaboradas. En autos, taxis, restaurantes, negocios, consultas, peluquerías, saunas y casas de masaje, resucitaban las voces de cantores muertos y el sonido remasterizado de orquestas disueltas y desaparecidas.



Era como si retazos de otro tiempo reaparecieran milagrosamente, para aliviarnos en parte de la carga de nuestro presente abrumador. La música aquella era tan sólida y reluciente como uno de esos autos celestes con parachoques bruñidos de los años 50 y 60, y ante su irrupción toda la otra música, la desechable fue efectivamente desechada, y hubo que abrir cementerios de discos compactos, cintas magnetofónicas y casettes para depositarla.



Los sellos grabadores clonaron a los viejos baladistas, directores de orquestas melódicas y cantores románticos que pudieron encontrar en sanatorios y asilos de ancianos y pusieron estos clones a dar recitales y a regrabar sus grandes éxitos de otros tiempos.



Los rockeros metálicos y los raperos reaccionaron furiosos: apedrearon las disquerías y arrojaron bombas molotov contra los estudios en los que ya no los admitían. Dieron conciertos gratuitos en las plazas y las calles, pero los vecinos los denunciaron por producir ruidos molestos y llegó la policía a hacer que se fueran con su música a otra parte.



En una acción desesperada, se apoderaron de una sala de cine que mostraba un festival de remakes de musicales de los años 50, y secuestraron a los espectadores, cerrando todos los accesos para obligarlos a oír su música. Los asistentes se taparon los oídos o se conectaron a sus equipos personales para escuchar un especial sobre la época de oro del swing.



Entonces, todos esos violentos músicos, amenazaron al mundo con un suicidio colectivo. Lo harían en un concierto masivo, de los que antes convocaban a miles de oyentes. Nadie supo si ese prometido ritual de muerte se consumó o no. Ninguna cadena se interesó en comprar los derechos de transmisión, ni siquiera en hacerles una nota para el último noticiario de la madrugada. En verdad los asesinó el olvido.



Las consultas psiquiátricas empezaron a llenarse y en las reuniones clínicas y en las revistas especializadas se comentó la aparición de un nuevo síndrome: la intolerancia al presente. El aquí y el ahora, recomendado por tantas terapias, resultaba insoportable para muchas personas que empezaban a colonizar el pasado, que vivían conectados a la música vieja, con los oídos puestos en aquel maravilloso tiempo lleno de esperanzas y certezas, y con los ojos cerrados al momento actual.



Se formaron entonces grupos fundamentalistas que denunciaron la nostalgia como una forma de escapismo, y como una lacra social. Eran liderados por un cura que exigía el regreso al presente como un deber ciudadano y cristiano. Ninguna nación podía progresar en ese estado de latiguda languidez que infundía la música romántica.



– Ä„El ahora es hermoso! -proclamó el cura- Ä„Recojamos la música satánica que en esos insanos arrebatos de nostalgia fuimos a botar al cementerio del disco! Ä„Volvamos a escuchar el rock pesado! Ä„Dejémonos de tonterías romanticonas! Ä„Recuperemos la adrenalina perdida!



En ese momento se dio cuenta de que él también estaba añorando un tiempo ido, que había caído en las trampas de la nostalgia, y que el pasado se había instalado en el mundo para quedarse por siempre.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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