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Los restos de una elección


En un hermoso libro acerca de diversas ciudades del mundo, el escritor español Antonio Muñoz Molina constata que esa sensación de tristeza y hastío del domingo en la tarde es universal. En algunas partes, desde luego se acentúa. Creo que una oscura tarde de invierno en Santiago, con el sonsonete de los relatores del fútbol como música de fondo, tiene un tono de melancolía difícil de igualar. Deberían organizar tours para que los depresivos de todo el planeta vinieran a experimentar esa sensación del final del fin de semana, del día muerto después del cual resucita la implacable semana laboral.



Este domingo, aunque fue primaveral y luminoso, trajo también su propia tarde triste. Mientras se realizaban los recuentos de votos, las sonrisas de los candidatos agonizaban en los carteles. Algunas de esas sonrisas resucitaron en las pantallas de los televisores. Otras murieron para siempre, quemadas por el sol, arrugadas y arrancadas por el viento de sus precarios soportes de madera, de esos palitos que quedaron colgando de los cables eléctricos.



Los volantes ya amarillentos, con los apellidos de candidatos, tan neutros como su letra y número de lista, revoloteaban entre los envoltorios de helados, los lotos y kinos sin premio y otros papeles desechados.



A los pájaros urbanos, a los chincoles, gorriones y zorzales les extrañó esta insólita proliferación de carteles que invadieron los cables donde ellos se posaban. Miraron los retratos de tanto señor sonriente o dama sobremaquillada, que no decían casi nada. Cientos de rostros con sonrisas casi idénticas. Algunos eran reconocibles: veteranos de otras elecciones que ahora se veían algo más gordos, pelados y canosos, como esos tíos a los que uno visita a lo lejos.



Frente a esta publicidad desconcertante, los pájaros en sus piares matutinos se preguntaban unos a otros ¿qué pretenden vender estos tipos y tipas con sus sonrisas complacientes? ¿dónde está el producto? ¿serán pastas dentífricas, serán cremas antiarrugas o tinturas para el pelo que se les olvidó poner a los diseñadores?



¿Qué hace ese señor de anteojos que siempre aparece como apuntalando a otros, armando dúos, tríos, equipos de encorbatados muchachos sonrientes, embutidos en inmaculadas camisas blancas? ¿Cuál será el detergente invisible que los auspicia?



Un ornitólogo que dominaba el idioma de los pájaros, les explicó que había elecciones municipales, y que todos aquellos retratos colgantes eran de candidatos a alcaldes o concejales. Las aves silvestres de la ciudad se reunieron entonces para hacer su propia elección. No hallaban a quien elegir en medio de ese desierto de sonrisas iguales. Todos y todas eran tan parecidos.



Finalmente encontraron unos carteles más originales y votaron por el candidato a alcalde que aparece desnudo lavando sus prendas en una lavandería automática, y por la aspirante a concejala que se atreve a usar un urinario para varones. Sólo esos se salvarían. El resto no tendría perdón. Dejarían caer sobre ellos todos los desechos de sus intestinos como castigo por invadirles los cables.



Y así terminaron las elecciones, junto con el domingo agonizante, con el fin de semana, con la breve fiesta que fue una tregua después de la cual volvió a imperar en el mundo la terrible monotonía de la vida.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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