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El pecado de ser pobre


El mayor en retiro Carlos Herrera Jiménez, el militar que fue integrante de la CNI y también del Dine (Dirección de Inteligencia del Ejército), ha confesado haber participado en los asesinatos del dirigente sindical Tucapel Jiménez y del carpintero Juan Alegría Mundaca.



Han pasado 18 años de esos crímenes y ahora, después de tanto tiempo, Herrera ha hablado.



La historia es simple: a Jiménez lo mataron por orden del Dine, a Alegría para encubrir ese crimen. Según la versión de Herrera, el recientemente fallecido general Humberto Gordon -el mismo por el que salieron en su defensa, hace poco, Enrique Krauss y Máximo Pacheco, alegando que era un buen hombre, porque iba a misa- dio la orden de buscar a un hombre pobre, analfabeto, para matarlo y hacerlo aparecer como el asesino de Jiménez. Juan Alegría era pobre. Y analfabeto. Como si la pobreza en este país no fuese ya suficiente castigo, además Alegría tuvo un extra: un paseo por los infiernos de los profesionales del matar.



Herrera ha involucrado en el asesinato a sus superiores (dato importante: al mando de entonces), y su propio abogado, Roberto Puelma, ha señalado que el Ejército es una institución jerarquizada, por lo que es imposible pensar que un capitán realice un acto semejante sin que haya habido una orden superior de por medio. El argumento es de una obviedad infantil, pero al mismo tiempo es todo un hallazgo, porque en este país esas argumentaciones lógicas, de sentido común, por años fueron desacreditadas.



La prensa de siempre, como los diarios -mencionemos a El Mercurio y La Tercera, para detenernos en los dos grandes-, se refocilaron durante años con las versiones oficiales, acogieron las descabelladas explicaciones de tipos como Álvaro Corbalán, y nunca se hicieron -les hicieron- la pregunta obvia, nunca dejaron espacio al sentido común: ¿puede un tipo, en el Ejército, cometer por cuenta propia el asesinato de una figura pública, con uso de medios, vehículos, apoyo logístico? ¿Puede hacerlo a espaldas de sus superiores? ¿No será que lo hace, justamente, por órdenes de sus superiores?



La confesión de Herrera Jiménez ha roto un pacto de silencio que, hasta ahora, había significado que los mandos medios, los hombres «operativos» de la represión, debían cargar con los juicios y las eventuales condenas, mientras sus superiores, esos altos oficiales que dieron las órdenes, salían libres de polvo y paja. Hoy día por sus espinazos debe empezar a correr un escalofrío.



Lo más relevante es que estos hechos destruyen una de las hipótesis sobre la cual, mentirosamente, se ha construido esta transición: que las violaciones a los derechos humanos fueron «excesos individuales», por lo que no existen responsabilidades institucionales (de un gobierno, de un determinado alto mando, etc.) comprometidas. Es cierto que esa idea es una soberana estupidez, pero muchos, bajo el argumento de necesidades políticas, optaron por aparecer como estúpidos.Hombres como Patricio Aylwin -y, en el fondo, casi toda la Concertación- se tragaron ese cuento, en el que no creían, para hacer más suave -y anodina e ineficaz- la transición, que asegurando pocos sobresaltos terminó transitando hacia tan poco. ¿Seguirán pegados en esa tesis?



Hacerlo sería persistir en la mentira, y ahora con pruebas en su contra. Tal vez a la Concertación ya no le importa. El punto, claro, es hacia dónde nos lleva el asumir de que aquí, institucionalmente, se organizó la violación a los derechos humanos (asesinatos, torturas, desapariciones). Porque parece claro que la teoría de los «excesos individuales» es una patraña. Aunque nadie, y a pesar de las pruebas en contrario, quiera hablar de ello. Ni de ese pobre carpintero asesinado sólo porque era pobre.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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