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Cuando se rompen los pactos de silencio


Cuando tuvo que abandonar el poder en el año 90, la obsesión de Augusto Pinochet y de su gobierno fue echar cerrojos -cuantos más, mejor- a ciertos capítulos siniestros de la historia reciente chilena, de los que la dictadura militar había sido directamente responsable.



Durante el largo intervalo de diecisiete meses, entre octubre de 1988 y marzo de 1990, los equipos gubernamentales salientes se esforzaron por crear las condiciones no sólo para garantizar la propia impunidad, sino también para proyectar un espeso cono de sombra sobre los hechos y situaciones del pasado que pudieran ofrecer argumentos a los fiscales de un futuro más o menos próximo.



Una historia limpia y pulida



Los prohombres del régimen que llegaba a su fin querían dejar a la posteridad un libro de vida inmaculado, en que no hubiese borrones que deshonrasen moralmente o incriminasen legalmente a individuos e instituciones de sus filas.



Se ensalzó la llamada obra del régimen, como un momento político-institucional y económico-social que había redimido la historia de Chile de su decadencia y la había encarrilado de modo definitivo por las vías de la modernidad. Se insistió en las ventajas de dejar atrás los conflictos del pasado y mirar hacia un futuro que se abría luminoso. Los estrategas de la dictadura fueron los meritorios inventores de la amnesia como el mejor negocio político para la década de los 90.



Con la soberbia típica de las dictaduras refundadoras, se amañó, de cara a la población, una imagen gubernamental de incorruptibilidad, de patriotismo desinteresado, de deber íntegramente cumplido, de ejemplaridad incuestionable. Todo lo realizado por el régimen debía aparecer tan limpio y pulido como el uniforme de gala de un cadete.



Esa manía de las Fuerzas Armadas chilenas, que se consideran siempre victoriosas y nunca vencidas, de creer que confesar un error o tener un gesto de petición de perdón constituye un modo de derrota, ha tenido costos muy dolorosos en la historia reciente del país.



Al modo orwelliano



Seguramente los ciudadanos comunes no sospechan el complejo operativo que el gobierno de la época tuvo que hacer para expurgar la historia de muchas desagradables verdades, al mejor modo del 1984 orwelliano.



Se estableció un cierto relato, a veces glorioso, a veces higiénico, del golpe, de la represión, de los detenidos-desaparecidos, de la transición democrática y, desde luego, del papel de las Fuerzas Armadas.



Se fueron borrando vestigios de inhumaciones ilegales, abusos policíacos, dudosos manejos económicos… De hecho, cuando los altos cargos del gobierno de Aylwin llegaron por primera vez a La Moneda, resultó para ellos muy inquietante, aparte de la escasez de bienes mobiliarios, la inexistencia de papeles y documentos, el vacío informativo de los computadores y la ausencia de los archivos del Ministerio del Interior.



Se trataba seguramente de dar una señal invitando al silencio, a hacer tierra quemada respecto a la memoria de lo que había ocurrido en los últimos años.



Todo parecía atado y bien atado: el Tribunal Supremo era sin duda proclive a favorecer al general, lo mismo que el Tribunal Constitucional y también las poderosas cúpulas empresariales.



Pero el entorno de Pinochet no se fiaba de estas seguridades y su obsesión era blindar legal, política y comunicacionalmente la figura de su Jefe y revestirla de distintos fueros que la hicieran intocable y, a través suya, hicieran también prácticamente invulnerables a sus antiguos subordinados que eventualmente tuvieran problemas con la justicia.



Así, se estableció una disuasoria línea Maginot en torno al general, que logró debilitar la capacidad de maniobra de sus adversarios y sus enemigos. Así también se acomodó y se silenció la historia.



El flanco más sensible



Para el 11 de marzo de 1990, el Pinochet saliente no era un gobernante derrotado y alicaído, era una empresa en marcha, que tenía como objetivo primero provocar miedo a sus adversarios aparentemente victoriosos. Logró ese objetivo y su capacidad de intimidación le ganó un espacio de impunidad por encima de las leyes. Así, durante años, hasta Londres y Garzón.



Desde ahí la historia da un imprevisible vuelco. La activación en los tribunales de los casos Prats, Caravana de la Muerte y Alegría Mundaca entre otros, produce el motín de los «mandados», que no se resignan a ir como ovejas al matadero para cubrir a sus jefes.



Se desploma la piedra angular de todo el sistema de seguridad: el pacto férreo de silencio de los comprometidos en hechos criminales durante el régimen. El sistema se comienza a romper por el flanco más sensible y peligroso, que son las confesiones de los arrepentidos, de los calculadores, de los despechados.



Hasta ahora, contra muchas predicciones optimistas, la llegada de la democracia no había sido acompañada con un alud de testimonios que aclarasen responsabilidades, autorías y circunstancias de tantos delitos. En las últimas semanas se está produciendo el sálvese quien pueda y, una vez abierto el dique de las ominosas confidencias, no sabemos hasta dónde llegarán las tumultuosas aguas.



Por supuesto que en las Fuerzas Armadas hay preocupación, como también en muchos colaboradores y funcionarios del régimen militar. Más aún cuando esas confesiones coinciden en el tiempo con una segunda oleada de revelaciones que abarcan un cuarto de siglo de la historia de Chile, vista a través de documentos de los organismos oficiales de los Estados Unidos.



La vastedad, heterogeneidad y confusión de estos oceánicos materiales, su selección evidentemente sesgada, su diverso rango de credibilidad, hace que la historia reciente de Chile quede de nuevo en una dramática provisionalidad. La tarea está abierta para historiadores, periodistas, políticos, pero mucho más para los ciudadanos en general.



Este es un momento muy delicado, en que la historia se nos está cayendo encima desde diversos ámbitos y a través de distintos actores. Se trata de una situación probablemente favorable para armar de nuevo ese elusivo y anhelado fin de la transición.



El general Izurieta, que está teniendo un mandato cruzado por tantos problemas, puede retomar un liderazgo silencioso y sutil, haciendo aceptar la acción de los poderes del Estado y creando desde ahí las condiciones para el acatamiento de la justicia y para el reencuentro de las Fuerzas Armadas, y especialmente del Ejército, con el conjunto del pueblo chileno y no sólo con una parte de él.



Desde ahí se podrán encontrar fórmulas de convivencia y de comprensión.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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