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Seattle, Praga y Maritain

Héctor Casanueva
Por : Héctor Casanueva Profesor e Investigador del IELAT, Universidad de Alcalá. Ex embajador de Chile en Ginebra ante la OMC y organismos económicos multilaterales y en Montevideo ante la ALADI y el MERCOSUR.
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A propósito de las manifestaciones de Seattle, de Praga y otros lugares (realizadas a veces con métodos y formas muy reprobables) que congregaron a una disímil multitud de grupos de la sociedad civil descontentos con el nuevo orden mundial, me sentí motivado a releer algunos textos para buscar algunas claves de interpretación y de análisis.



Me detuve especialmente en Maritain, uno de los filósofos que mayor influencia ha tenido en los sectores políticos cristianos en el Siglo XX y me pareció relevante rescatar parte de su pensamiento que vendría muy al caso. Claro que para quienes creen superadas las visiones trascendentes del hombre y la sociedad y proclaman con cierto regocijo el fin de las utopías, puede sorprender y hasta parecer demodé que hacia el fin del milenio y en plena «posmodernidad», haya quienes reflexionen sobre la historia, la educación, la estética o la política atendiendo a los planteamientos de un filósofo cristiano cuya obra estuvo dedicada precisamente a la construcción de una moderna utopía, superadora de la bipolaridad del pensamiento político de su época: comunismo-capitalismo.



Sin embargo es reconfortante y motivador encontrarse -en medio del relativismo y una cierta confusión valórica actual- con una reflexión tan centrada en el hombre como la maritainiana, que va a la raíz de la insatisfacción de extensos sectores sociales. Cabe, de todos modos, preguntarse sobre su vigencia. Porque si se cree que la caída del comunismo ha supuesto el triunfo del capitalismo, del liberalismo y de la economía de mercado, que habrían probado por ende ser mejores como articuladores de la sociedad, ¿qué sentido tendría seguir insistiendo en Maritain?.



Si la historia de la humanidad ha producido un sistema, el capitalista, que por selección natural ha prevalecido sobre todos los demás, ¿no deberíamos acatar esta «sabiduría de la historia» y emplear nuestros esfuerzos, más que en la construcción de uno diferente, en mejorarlo? Creemos que es un gran dilema.



Hoy parece que en general nuestras sociedades han optado por esto último. Pero -y aquí nos acercamos a Maritain- ¿ puede el cristiano, y el humanista en general, conformarse con esto? ¿Es compatible la visión humanista-cristiana con el tipo de sociedad que hoy aparece como la única posible? Estamos hablando de una sociedad que a escala planetaria presenta a lo menos tres graves carencias: una, la exclusión social. Dos, la preeminencia del individuo por sobre la comunidad. Tres, el arrinconamiento del espíritu por el avance de una materialidad consumista. Estas carencias son las mismas hoy que ayer, cuando Maritain elaboró su filosofía política. ¿Por qué razón los políticos cristianos y los cristianos en general, parecen aceptar que el fracaso del marxismo implica también el abandono de toda otra utopía, incluso la propia?



Dice Maritain, en su obra Humanismo Integral: «La condenación que lanza el cristiano a la sociedad moderna es, en realidad, más grave que la condenación comunista o socialista, puesto que lo amenazado por esta civilización no es sólo el bienestar terrenal de la comunidad, sino también la vida del alma, el destino espiritual de la persona». Si esto es así, sólo cabe al cristiano una conducta: comprometerse en la transformación de este específico sistema. Pero ésta, como el propio Maritain lo señala, «es tarea ardua, paradójica y heroica: no hay humanismo de la tibieza».



El compromiso con el cambio implica una dosis de heroísmo, una persistencia difícil de mantener en medio de la proliferación envolvente y casi irresistible del hedonismo y de la inmediatez. Veamos qué ocurre con América Latina: después de décadas de acendrado e inútil ideologismo, por fortuna ya abandonado, hemos pasado a la ausencia de toda ideología que no sea la del pragmatismo dominante en el mundo desarrollado. Pero los problemas siguen estando allí: el desarrollo, pese a los esfuerzos desplegados, sigue teniendo altas dosis de exclusión y la concentración de la riqueza sigue aumentando.



La austeridad, que no es per se contradictoria con la posesión de bienes materiales, sino con el exceso y el abuso de ellos, se asimila más bien a una especie de menor entidad social de quien la práctica, que es hasta mal visto. La pobreza del lenguaje, el abandono del propio léxico, la reducción del pensamiento a una repetición de máximas y lugares comunes televisivos son consustanciales al tipo de sociedad que estamos viviendo y a la que nos estamos acomodando. La pregunta es: ¿y una vez acomodados todos a esto, a la dualidad socioeconómica y a la ausencia de un impulso trascendente, qué? No es sostenible en el tiempo. Ni la exclusión es sostenible, ni la pobreza espiritual es asumible en el largo plazo. Lo que viene es la represión de los materialmente insatisfechos y la náusea, el vacío interior, de los satisfechos.



Muchos ya lo sienten, pero no saben cómo revertir las cosas, ni cuál es el paradigma de reemplazo. Y esto vale tanto para nosotros como para Europa y cualquiera de las sociedades de consumo. Dice Maritain respecto al modelo sustitutorio por el que abogaba: «Es ante todo comunitario, en el sentido de que el fin propio y especificador de la ciudad y de la civilización es un bien común diferente de la simple suma de los bienes individuales, y superior a los intereses del individuo en cuanto éste es parte del todo social ( … ). Pero además, y por ello mismo, este bien común temporal no es fin último. Está ordenado al bien intemporal de la persona, a la conquista de su perfección y de su libertad espiritual». Hablamos de la sociedad comunitaria, es decir, de una sociedad pluralista e integrada, orientada a satisfacer las necesidades materiales de la vida tanto como favorecer el ejercicio de la libertad creadora que genera las condiciones para el crecimiento espiritual del ser humano.



Este es un «ideal histórico concreto». Para quienes siguen el pensamiento maritainiano en su acción política, los elementos diferenciadores con respecto a otras opciones políticas radican tanto en las metas como en los medios. Del mismo modo que sus metas tienen que ver con la creación de una sociedad comunitaria, los medios deben ser aquellos «ordenados al fin», y en cierto modo, «el fin mismo en curso de realización».



No es lo mismo, por lo tanto, y no serán iguales las leyes, ni los actos administrativos del Estado, ni las decisiones de los organismos internacionales según se crea que el mercado asigna neutralmente todos los recursos, que si se piensa que la asignación de recursos requiere de una orientación en beneficio de los menos favorecidos. 0 si se piensa en una democracia sólo electoral, que si se piensa en ella como un sistema de participación pluralista de la sociedad civil organizada que trasciende la pura mecánica del poder.



Todas estas son cuestiones enormemente vigentes en el mundo de hoy. Y la tarea es aún más compleja de lo que era en los años en que escribía Maritain, puesto que en aquellos años había una clara dicotomía, rechazable por igual desde el humanismo cristiano, con dos sistemas en pugna que se disputaban la primacía histórica. Hoy, el desafío es otro y mayor: al haber prevalecido un solo sistema, se hace aparecer como algo evidente que al caer el comunismo ha habido una especie de triunfo del bien sobre el mal. ¿Cómo se puede luchar contra una evidencia tal sin confundirse con una suerte de nostalgia o anacronismo que postularía una vuelta al pasado o una revalorización de lo que la historia ha desechado? ¿Cómo luchar contra un supuesto «bien absoluto» aceptado como tal sin reservas, si sabemos, a la luz de los principios y de los hechos, que no es tal y que la construcción social que se está haciendo planetaria está destinada al colapso espiritual y material? Corresponde, creemos, tomar distancia, salir de la lógica pragmática y situarse en la lógica de los valores.



Y desde esa perspectiva, convocar a una tarea trascendente en la que se juega el destino de la humanidad. Dice Maritain: «El cristiano consciente de estas cosas deberá también abordar la acción social y política (…) para trabajar por la transformación del «orden temporal». Pero no es sólo papel del cristiano, sino de todos, porque «lo que une y enlaza a quienes han de trabajar en una renovación temporal del mundo es, ante todo (…) una comunidad de pensamiento, de amor y de voluntad, la pasión por una obra común a realizar». ¿Qué es esto? ¿Sólo una prédica des-situada, fuera ya de contexto, que sirve a lo sumo de referente ético de conductas que sin embargo no se asumen porque el realismo se impone?



Nos parece que no, desde luego. Estamos hablando de algo radical y dramáticamente actual. El compromiso transformador para construir una sociedad mejor, libre y solidaria a la vez, como lo plantea Maritain, significa para los cristianos dar testimonio cotidiano, en actos y propuestas, de que existe una alternativa humana, humanista, por la que corresponde jugarse económica, social, cultural y políticamente, o seremos cómplices pasivos de un orden mundial que declara «estructurales» (como sinónimo de «inevitables») las asimetrías, las exclusiones y crea las condiciones objetivas y subjetivas para la degradación de lo único intrínsecamente humano, el espíritu. Hay que volver a leer a Maritain: es saludable, fecundo y útil para constatar la actualidad de su pensamiento y la vigencia de su convocatoria.



*Embajador de Chile ante ALADI

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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