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Dos mil uno


Los días se colaron entre los dedos y fue imposible detenerlos. Se
engranaron en otras jornadas mayores y ya el pasado se llamó semanas y meses que se convirtieron en nostálgicos años y, sin darnos mucha cuenta, en un siglo y en un milenio que volaron a posarse en el territorio de lo irrepetible.



Y alguien tratará de llamar una vez más «nuevos tiempos» a los que vienen porque, al parecer, ésa es la historia inevitable de nuestra animal familia: el intento permanente de renovación. Sentimos la necesidad de no haber arado sobre el mar. Y para eso somos capaces de escribir miles de informes o de libros sobre lo que hacemos, levantar monumentos, mirarnos al espejo y decir sí, hemos producido algo nuevo hoy que vale la pena.



Según la biología del conocimiento, somos los únicos seres que nos
debatimos de una manera permanente y desesperada entre la curiosidad y la estabilidad. Y habría que señalar que es la fantasía el estimulante que nos orienta entre lo mejor y lo peor de ese eje inevitable.



La curiosidad nos hace audaces e inestables. La estabilidad, prudentes y conservadores. La fantasía es ambivalente; nos puede hacer tanto pioneros del mañana como mitómanos sin destino.



Un perro estable, aunque curioso, seguirá a la perra en celo hasta no perder de vista la casa del amo. Una vez husmeada y copulada la hembra ya no volverá por ella, preferirá la cómoda seguridad de la protección del dueño. Hasta que el ciclo natural lo vuelva a llamar a ser curioso otra vez. Si hiciera de la curiosidad un deporte seguro que terminaría atropellado en una calle oscura. Si nunca saliera de la casa del amo, su vida sería infértil. Lo que nunca hará un perro, eso sí, será ser fantasioso; eso lo convertiría en un hombre.



Como los perros, los tigres y otros animales, los gobiernos suelen debatirse también entre la curiosidad y la estabilidad. La gracia está en saber cómo y cuándo jugar con una cosa o con la otra. Ahí es donde cuenta el atributo de la buena fantasía, la capacidad de imaginar y de soñar que nos regala la intuición, nos permite movernos entre un extremo y otro.



Lo más importante, en el caso de los gobiernos nuestros, estará en
la capacidad que tengan de reinterpretar a sus países con la audacia necesaria para idear proyectos estables y a la vez llenos de asombro.



Modernizarse no es sólo un problema económico o de gestión, es un asunto de cómo mirar las cosas. Por eso, quizás, lo que necesitamos para los tiempos que vienen no sea convertirnos en desaforados vendedores viajeros, sino en humanos con los sentidos de la curiosidad, la estabilidad y la fantasía bien balanceados.



Equilibrándonos entre la curiosidad y la estabilidad, sirviéndonos de la fantasía quizás podamos rodar bien por ese desprestigiado camino llamado progreso. Que valdrá sólo si desarrollamos más el crecimiento de nuestras cabezas y de nuestros corazones que el de las cuentas bancarias de los menos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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