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El nuevo partido transversal


Están agitados estos últimos días con el alambicado proceso de Pinochet; con las susceptibilidades a flor de piel dentro de la Concertación; con el confusionismo del gobierno de Lagos; con las espadas levantadas en la Alianza por Chile; con la frustración que parece cernirse sobre los resultados de la Mesa de Diálogo.



Los apetitos políticos gravitan ya definitivamente hacia las elecciones parlamentarias de diciembre y los hilos sueltos recién enumerados no parecen tener, a corto plazo, un ordenamiento demasiado fácil. Más bien, en los próximos meses, tenderán a enmarañarse.



Además, el sistema binominal opera como una bomba de tiempo colocada sádicamente cada cuatro años bajo las mesas de negociación de las dos alianzas, para que los colegas políticos del mismo equipo acumulen fratricidamente agravios entre sí. Nada bueno para despejar el horizonte.



En este río revuelto, está surgiendo un invento político a la altura de los tiempos: el nuevo partido transversal de los sedicentes liberales. Más que un partido, a veces parece un club, una cofradía virtual de chicos listos. Venía de muy atrás, desde luego. Pero últimamente se está conformando como un coro cada vez más articulado, como una eficaz orgánica de personas y personajes, que se han equivocado muchas veces (aunque nunca lo hayan expresamente reconocido), y que ahora de nuevo tienen el privilegio, sólo concedido a ellos, de poseer toda la razón. Como todos los que constituyen grupos iluminados, tienden a descalificar a sus adversarios, incluso a sus colegas que dan señales de poco fervor. Últimamente he oído y leído por parte de estos buenos muchachos acusaciones lanzadas alegremente contra los que se les han puesto por delante. Los han tildado sumariamente de provincianos, nostálgicos, arcaicos, burócratas, aquejados de un tic antiempresarial, de un estatismo obsoleto.



Lo más ofensivo no son estos dicterios, que rozan todos los lugares comunes y que no dejan margen ni al debate ni a la duda. Lo peor es su actitud de perdona-vidas, de gente tan sobrada de razón que no tienen por qué demostrar lo que consideran evidente. Recuerdo a algunos de estos personajes o de sus colegas de hace unos años (o quizá decenios): mostraban el mismo desprecio, la misma suficiencia, cuando defendían exactamente lo contrario a lo que ahora defienden. Recuerdo lo reacios que eran a conversar desde la opinión, desde la igualdad y desde la duda. El pensamiento se había convertido en agitación. Lo mismo, en otras circunstancias, ocurre ahora. Si entonces lo que se pretendía ávidamente era el prestigiado poder político, ahora existen además otros idola fori más apetecidos, como el status, la vida social exclusiva, el reconocimiento de los próceres empresariales, el sentimiento de constituir los pauci meliores.



Todas estas apetencias pueden ser perfectamente legítimas, pero el discurso político que emana desde ahí, resulta, en una sociedad democrática, debatible, objetable y, desde luego, necesariamente sometido a la prueba de la crítica. Esto, hasta hace muy poco, se llamaba modernidad.



Hace unas semanas me decía un parlamentario que la Concertación se está asemejando demasiado al viejo Partido Demócrata de los Estados Unidos. Se trata de juntar a diversos grupos de intereses y situarlos bajo un atractivo logo, que pueda funcionar electoralmente. En este esquema, las ideas son sustituidas cada vez más por el dinero, por las presiones, por las operaciones publicitarias. Todos estos son ciertamente elementos en el juego político, pero en los últimos años lo están monopolizando. Recuerdo un pensamiento de Theodor Adorno, cuando decía que la cultura siempre ha sido la sumatoria de ideas y mercado, pero que la industria cultural sólo es mercado. Algo parecido está ahora pasando con cierto entusiasta reduccionismo de lo político a lo económico y sus aledaños. Vuelve con nuevo vigor el conocido eslogan: «Lo que es bueno para la General Motors, es bueno para los Estados Unidos».



En este contexto entra el partido transversal de los sedicentes liberales. La Concertación, el gobierno están dejando amplios flancos abiertos, porque no existen conceptos ni proyectos maduros que tengan verdadera dimensión estratégica (lo del 2010, en este sentido y hasta ahora, es un espejismo con poca sociedad y mucho cemento). Por ahí se filtra el grupo de los iluminados con su prédica liberal. Se trata de un liberalismo a la chilena, hecho exactamente a la medida de los más poderosos; un liberalismo cojo y casi mudo, porque se tiene que callar tantas cosas; un liberalismo moralmente integrista y antiliberal; un liberalismo que curiosamente fue entronizado en el país por las personas más pertinazmente autoritarias; un liberalismo que casi se ha olvidado de que nuestra constitución no es liberal; un liberalismo inmunizado contra los molestos conceptos que siempre lo acompañaron y lo dignificaron: la fraternidad y la igualdad.

De él se quiere hacer doctrina de Estado y sentido común de la sociedad.



Ahí está el club transversal para llevar a cabo la hazaña.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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