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La oportunidad del horror


La entrega de los antecedentes recopilados por la mesa de diálogo al Presidente de la República, y por éste a la justicia, son una nueva constatación del período de horror que Chile vivió bajo el régimen militar.



No deja de ser duro para una sociedad intentar sacar lecciones del horror, porque primero hay que constatar ese horror -no hacerse el leso respecto a él-, repudiarlo y preguntarse cómo hubo personas que renunciaron a su condición de hombres para cometer los crímenes que se denuncian.



Nuestra transición tan particular -y que sedujo a tantos, que se encargaron de promocionarla como un éxito a través del mundo entero, junto al iceberg de Sevilla- ha sido un fracaso justamente porque no ha establecido el límite del horror, no fijó una frontera, no estableció un padrón moral respecto al tema, lo que permite que hasta el día de hoy nos encontremos con influyentes ciudadanos que son capaces de señalar, en privado, que las víctimas de la dictadura «están bien muertas, pero fueron mal matadas».



No es una exageración señalar que, para Chile, la dictadura de Pinochet es lo que el régimen nazi fue para los europeos. La diferencia es que en Europa esa experiencia sirvió para establecer una frontera, un parámetro de ciudadanía y derechos en virtud del espanto ante el horror, cosa que en nuestro país no ha ocurrido.



Buena parte de esa responsabilidad es de los gobiernos instalados luego de la dictadura, y particularmente el de Patricio Aylwin, que renunció a fijar los límites -por miedo, negociación o simple
comodidad- en virtud de los cuales la sola ensoñación de la degradación humana que fue el gobierno militar debería constituir un motivo de reprobación.



Fue allí, en esos momentos en que se fijó el carácter de nuestra transición, que se legitimó que argumentos como el de que «están
bien muertos, pero fueron mal matados» sean hoy tolerables, circulen en nuestras recepciones sociales, e incluso reciban risitas comprensivas y hasta cómplices de esos personajes que, más allá de aparecer en las páginas sociales de El Mercurio, detentan parte importante del poder por sus vínculos económicos.



Tal vez sea ya tarde. El testimonio del horror, la reflexión sobre las circunstancias y motivaciones, seguramente ya no tiene espacio real (no lo tuvo así, crudamente, durante la era de Cortázar en TVN) para ser mostrado a los chilenos. A las víctimas las hemos condenado a la marginalidad, y al nuevo horror de vivir desde el margen su descenso al infierno.



Es poco probable que estos nuevos antecedentes puedan servir para intentar fijar, para la posteridad, para los niños de mañana, esa dimensión precisa de lo inaceptable (hay tantos niños que hoy, en la mesa del domingo, escuchan a sus padres justificar los crímenes, y revolver borras de odio del vaso litúrgico familiar), ese gesto mínimo de humanismo de compadecerse por el otro.



En todo caso, hay que intentarlo: la descripción de la parrilla, de la ejecución sumaria, no es un goce morboso. Es una triste necesidad para establecer lo prohibido.



Seguramente al interior de las Fuerzas Armadas la entrega de estos
antecedentes ha sido una cosa difícil. No en vano son hombres de esas instituciones (y como resultado de una política institucional de exterminio y terror, aunque esa es una opinión propia) los que cometieron esas inhumanidades.



Yo, al menos, pienso en esos jóvenes que han abrazado la carrera de las armas y hoy se encuentran frente a esta historia. Seguramente algunos se formularán, en el silencio de sus conciencias, algunas preguntas. También para ellos este trance es una oportunidad, como lo es para las Fuerzas Armadas y Carabineros. Sólo espero que no escuchen como respuesta de sus maestros o superiores esa repugnante frase ya citada: «Están bien muertos, pero fueron mal matados».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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