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Aborto, quebrando el silencio


Uno de mis impulsos para meter la cabeza en el tema del aborto es, sin duda, enfrentar el tabú que ciertos terroristas ideológicos han creado. Me parece importante quebrar el silencio, pero el tema no se despacha sólo con apasionamiento e ironía, menos teniendo el pie forzado del pequeño formato.



La seriedad del problema reside en que nos han dicho que está en juego la pregunta sobre el derecho a dar muerte intencional a un ser humano.



Para responder a este supuesto interrogante no quiero deslizarme por el camino fácil. Este camino consiste en inventariar ciertos datos indesmentibles para recuerdo de los que ahora lloran, gimen y se persignan cada vez que el tema del aborto se nombra.



Se trata de recordarles que la mayoría de ellos son partidarios de la pena de muerte o que fueron y son partidarios de la dictadura militar, en la que se dio muerte de manera intencional y premeditada a miles de seres humanos.



Este recuento, aunque alude a hechos probados, no proporciona argumentos positivos a favor del aborto. Máximo iguala en la realización de un acto indigno, a unos y otros. Es un gesto contra la hipocresía, pero no un argumento a favor del aborto.



Mi argumento a favor del aborto toma otra senda. Creo que al abortar no se atenta contra una vida humana real y que, al contrario, se salva la calidad de otras vidas humanas.



Mi argumento no es biologicista, como lo es el de la Iglesia Católica. Esta sostuvo, algunos dicen que hasta el siglo 18, que no existía vida humana hasta el momento que podía presumirse la existencia del alma, materializada en el desarrollo del cerebro.



Para mí la calidad de la vida que existe en el feto no depende de atributos biológicos. Depende de un atributo moral que es el proyecto de la pareja. Sólo si la pareja desea y busca en un acto libre tener un hijo nos encontramos con que hay una vida humana y no sólo vida biológica.



Es una vida humana porque nace de un proyecto humano, porque ha sido y es responsablemente deseada, porque la concepción es la espera de un ser que se quiere, porque hay una comunidad que lo recibirá.



Podemos llamar a esta moral una moral social de la compasión, que se niega a aceptar el dato material de la existencia del feto, de la vida fetal, como el hecho básico de la decisión.



Este no es vida humana en sí; sólo lo es en cuanto es proyecto humano libre: deseado, querido, esperado. Incluso un ser humano ya nacido moriría si no fuese acogido por una comunidad en sus primeros días y meses de vida.



La Iglesia Católica puede predicar, para sus miembros, la moral del sacrificio y de la aceptación de la voluntad de un Dios que decide por ellos. Pero no tiene derecho a imponerle a nadie llevar al mundo un hijo no querido, que puede ser el hijo de una relación eventual, de una violación, de la locura de un torturador.



No tiene derecho a imponerle a seres con otra concepción de la moral y de la vida su propio código, que no es siquiera el código de todas las iglesias cristianas.



La posición de la Iglesia aparece a los ojos de los que no creemos como la imposición de una moral cruel, que recuerda los excesos del puritanismo y del espíritu de la contra-reforma.



Frente a esa moral iracunda es más humana una moral de la com-pasión, que acompaña al hombre en sus debilidades y busca no hacer más difícil la tarea de vivir. Es esa la moral que la propia Iglesia predica respecto a otros temas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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