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El amor es un premio de consuelo


No es que detestemos a las mujeres, lo que odiamos es la necesidad que tenemos de ellas, la dependencia afectiva, la mendicidad o la compra de favores sexuales. Cuando estamos solos sentimos una aguda y fundamental carencia. Entonces nos emparejamos y al poco tiempo nos sentimos asfixiados.



El gran trauma del género humano es éste: ser machos y hembras. Hombres y mujeres no estamos hechos para vivir juntos y tampoco separados. Buscamos con ansiedad el amor, en el que fracasamos una y otra vez, y a pesar de todo seguimos buscándolo, con idiota porfía, y en ese intento imposible nos desangramos, desgastamos, sufrimos y morimos.



«Las historias de amor son lo más triste que existe/ Las historias de amor, en general, terminan mal», dice una canción de Desiderio Arenas. Y en efecto, esas historias casi siempre conducen a la desilusión, el desencanto, cuando no al drama o al crimen pasional.



Deplorar el amor es un tópico recurrente, en la literatura, la canción popular y la crónica roja. El bolero, el tango, la ranchera mexicana a menudo maldicen el amor y rara vez lo celebran.



¿Por qué no renunciar de una vez por todas los unos a las otras? ¿Por qué seguir creyendo en esta última y obstinada utopía que es el amor?



Tal vez porque la división en géneros masculino y femenino es parte de la condición caída, imperfecta, incompleta de la humanidad, y en el amor – ese miserable premio de consuelo – reside la nostalgia por el estado idílico, anterior a la caída, y la promesa quimérica de la restitución a ese tiempo original.



En los antiguos mitos de Europa, Medioriente y la India, la condición primordial del ser era andrógina; contenía en forma indiferenciada todos los principios que hoy son opuestos, entre ellos las potencialidades femeninas y masculinas.



Platón, en El Banquete, recoge estas tradiciones sagradas que explican el origen del hombre y del eros. Para Aristófanes, el andrógino tenía tal poder que desafió a los dioses. En respuesta, Zeus lo dividió, produciendo con eso la más fundamental de las desdichas humanas.



Así, la división de los sexos fue el castigo que seguimos recibiendo en la conflictiva y extenuante unión de la pareja. Más allá de la esfera sexual y terrena, lo que se rompió es cierta unidad y armonía originales. La esperanza es que esa escisión concluirá con el fin de los tiempos en que el hombre será restituido a la androginia.



Y esta reunificación será seguida por la abolición de todas las separaciones polares y por la unión escatológica de la tierra con el cielo, del mundo con el paraíso.



Para los evangelios gnósticos la separación de los sexos, la creación de Eva separada del cuerpo de Adán, fue el principio del sufrimiento y de la muerte, es decir, fue la expulsión del Paraíso. El Evangelio de Tomás dice: «Cuando consigáis que el varón y la hembra sean uno solo, a fin de que el varón no sea ya varón y la hembra no sea hembra, entonces entraréis en el Reino».



En otras culturas también se considera la perfección humana como una unidad sin fisuras. Platón describe al hombre primitivo como un ser bisexuado. En las antiguas teogonías griegas los seres divinos, sexualemente neutros, se engendraban por sí solos.



Mircea Eliade refiere que en Chipre se veneraba a una Afrodita barbuda y que la mayor parte de la divinidades de la vegetación y de la fertilidad en las culturas arcaicas son bisexuales. Zerván, el dios iranio del tiempo infinito, era andrógino, lo mismo que la suprema divinidad china de las tinieblas y de la luz.



Mientras esperamos la venida del Reino, no nos queda otra, a hombres y mujeres, que soportarnos, lo que equivale a tolerar nuestra imperfecta e incompleta condición de seres que cargamos con la marca biológica y cultural del sexo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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