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Días de guerra, ansias de paz: Informe desde Israel

En la Knesset escuchamos también a un líder de los partidos religiosos judíos, quien Biblia en mano hace un discurso en favor del respeto a las religiones y la convivencia con compasión, como si estuviera en un púlpito. Es parte de la democracia israelí, donde en un sistema hiperproporcional los partidos religiosos siempre han dado la mayoría a los laboristas o al Likud asegurándose una alta cuota de poder.


Como nunca estuvo más cerca la paz definitiva, y como nadie lo esperaba, hoy crece la justificación de atentados a civiles y niños, las reacción del Ejército, los himnos patrióticos y la polarización en ambos lados. Son días de halcones guerreros que sólo Estados Unidos y Europa podrían sentar a la mesa, pero para agravar los hechos las superpotencias ven alejadas sus posiciones respecto al rol de la OLP y de Arafat.



En un lluvioso día por la ciudad vieja de Jerusalén, sin turistas, a menos de 24 horas del último atentado que significó 150 heridos en plena avenida Jaffo; tras visitar la zona del Muro de los Lamentos, observar desde lejos los domos de la mezquita de Omán y de Al Aqsa (la Explanada está cerrada por la violencia), y después de un solitario adentrarse en la Iglesia del Santo Sepulcro, sólo queda invocar al Dios de Abraham y su hijo Ismael, citados en los libros de las tres grandes religiones monoteístas, para que de una vez vuelvan a sonar las trompetas de la paz.



Israel es mucho más verde de lo que se lo imagina un provinciano católico socializado y catequizado en Rancagua viendo películas italianas sobre la pasión del Señor, en las que no se ve un sólo árbol, sino piedras y desierto. Aunque enero es invierno y ha llovido en forma persistente tras años de sequía.



También es cierto que la fuerza y el espíritu de emprendimiento de los judíos es asombrosa. Por Tel Aviv asoman barrios completos de industrias high tech y de la nueva economía. La infraestructura y los servicios tienen estándares del país rico, y lo es, con sus 18 mil dólares per per. Se nota la fuerza de la clase media en una sociedad donde se paga más del 50 por ciento en impuestos para sostener la defensa y la seguridad social de un Estado fundado por sionistas y laboristas.



En ese Estado deseado tras holocaustos, luchas y diásporas no hay metros cuadrados para la pereza. A pesar de las bombas se celebra el día del árbol, y el riego por goteo mantiene en invierno flores de temporada hasta en las secas costas de Haifa.



Una democracia diversa, una gran coalición con disidencias



Israel es una democracia y una sociedad plural que funciona, a diferencia de las sociedades del este, inundadas de monarquías y gobiernos autocráticos muchas veces corruptos y en los cuales cunde el fundamentalismo religioso. Tras las primeras páginas del Jerusalem Post que nos informan de la violencia en los territorios y los actos terroristas en Israel, nos enteramos que un ministro druso renuncia por cargos de corrupción a la coalición de unidad nacional que gobierna, liderada por el derechista Likud de Ariel Sharon, los laboristas de Simon Peres y un mosaico de partidos religiosos judíos.



La oposición formal en un sistema parlamentario está compuesta por menos de un tercio de los 120 asientos de la Knesset, en la llamada Coalición por la Paz que lidera el partido de izquierda pacifista Meretz, los partidos de la minoría árabe-israelí y un pequeño partido liberal.



Sin embargo, en el otrora dominante Partido Laborista hay voces disidentes que se han hecho escuchar en estos días. Mientras Sharon y Peres sostienen la política de que no habrá negociación mientras no haya un completo cese al fuego y control por parte de Arafat de los grupos terroristas, el vocero y presidente del Parlamento, Avraham Burg, desata tormentas declarando que ahora es el tiempo de los gestos de paz, proponiéndose él mismo a viajar a Ramala en los territorios ocupados, a reunirse y dialogar con el Parlamento Palestino.



Este lunes 28 de enero, bajo el centro de Jerusalén tomado por la policía y el Ejército tras una semana de sangrientos atentados, la Knesset se reúne para conmemorar sus 53 años de funcionamiento. Burg aboga por reconocer el estado palestino, terminar los asentamientos, retomar la paz. No logra hacer su discurso en forma normal. Diputados del Likud y los partidos religiosos le gritan que no puede ir a Ramala, que no se puede conversar bajo la amenaza terrorista.



Viene el turno de Ariel Sharon: se sale de libreto y le comenta a Burg que una democracia tiene el deber de defenderse del terrorismo. El Primer Ministro resume la postura israelí de voluntad de paz con cese al fuego y un «interlocutor válido». Luego, el Meretz exige pasos de paz concretos, fustiga al gobierno por gastar más en los asentamientos de la zona palestina que en los propios discapacitados en su país (una protesta de los mismos impedía el paso de vehículos a la entrada del Parlamento).



Sin embargo, la izquierda pacifista pierde terreno. Algunos apuestan a la retirada de los laboristas del gobierno de unidad con los halcones del Likud, pero esta tesis fue derrotada en un reciente congreso del Partido Laborista, en el cual el 80 por apoyó la permanencia en el gobierno y luego eligió al ministro de defensa Ben Eliezer como jefe del mismo.



La sociedad de Israel ha optado o ha sido forzada por los ataques terroristas en que mueren niños, mujeres y ancianos, a tomar un solo camino, la mirada en el tema de la seguridad y una política de aislamiento de Arafat, que hace imposible retomar las conversaciones de paz mientras no perciban que los palestinos se mueven en otra dirección.



No obstante, desde el entorno del Meretz se ha logrado que cincuenta militares reservistas, en torno a los treinta años, declaren que no están dispuestos a arriesgar sus vidas en los territorios para proteger asentamientos que consideran ilegítimos en tierras palestinas. Esta declaración causó las iras oficiales, pero a muchos les recordó las protestas de madres de soldados que jugaron un papel significativo en la retirada de Israel desde el sur del Líbano.



Daniel, un joven profesional judío de origen chileno, militante de la izquierda y partidario de la paz, ya no cree en Arafat y apoya la política del gobierno, que ha generado un proceso de amplia reafirmación nacional de Israel. Está cansado de vivir el dolor de tener que ir un mes o más al año al frente norte a defender la frontera, mientras su trabajo en la industria de la computación y el diseño, su pequeña hija y su esposa lo deben esperar con la angustia de toda guerra permanente.



A Daniel no es resulta fácil explicar que los palestinos viven los mismos dolores, la ocupación, los pueblos cerrados, los civiles muertos. Son tiempos de guerra en que el instinto de sobrevivencia polariza y hace maniqueas las opciones. No se ven escenarios de paz, y en medio de la inseguridad la rabia inmensa ante las bombas y los suicidas que no dudan en matar a veinte adolescentes en un fiesta o hacer explosionar sus cargas mortíferas frente a tiendas atestadas de civiles, Daniel encuentra sentido a permanecer en el país aunque tenga que ir al Ejército como reservista hasta los cincuenta años, vigilando la inestable frontera con Líbano desde la cual Hizbolá lanza de vez en cuando cohetes y ataques mortales contra pueblos y patrullas israelíes.



Mónica, una activista del Meretz de origen argentino, reconoce que están aislados y no hay espacio para una izquierda pacifista. Fustiga la falta de separación del Estado con la religión que no permite ni siquiera los matrimonios civiles (muchas parejas jóvenes viajan, como Dana, a EE.UU. para casarse, o cruzan en pocos minutos el Mediterráneo hasta la isla de Chipre a contraer matrimonio civil). Ella se ve pesimista, y fundamenta que el gobierno del Likud y los Laboristas han sido inconsecuentes y siguieron con los asentamientos en pleno proceso de paz.



No obstante, reconoce que Arafat no ayuda en nada, y que los ataques terroristas los han dejado, por ahora, como una voz solitaria en el desierto, como minorías que en vano reclaman un espacio para la paz.



Los Árabes de Israel



En la Knesset escuchamos también a un líder de los partidos religiosos judíos, quien Biblia en mano hace un discurso en favor del respeto a las religiones y la convivencia con compasión, como si estuviera en un púlpito. Es parte de la democracia israelí, donde en un sistema hiperproporcional los partidos religiosos siempre han dado la mayoría a los laboristas o al Likud asegurándose una alta cuota de poder. Unen así el Estado a una identidad judía que pasa también por lo religioso, lo que les permite subvenciones para sus escuelas, organizaciones caritativas y entidades culturales.



Para alguien que proviene de un país con sistema binominal y sin expresión parlamentaria de minorías ni políticas ni étnicas (cómo imaginar que los 600 mil mapuches tuvieran algún parlamentario), fue sorprendente oír en el Parlamento a los dirigentes de los árabes de Israel, que cuentan con el diez por ciento de los asientos del Congreso. Uno de sus líderes habla y sugiere que Israel debe permitir que 30 mil refugiados palestinos se instalen en la ricas zonas árabes de Nazaret, como testimonio de buena voluntad.



Los árabes en sus pueblos y aldeas conforman el 20 por ciento de la población de Israel, piden mayores derechos y enfatizan el rasgo binacional del Estado de Israel como democracia. Desde los asientos se escuchan las rabiosas interpelaciones de los parlamentarios de derecha, que lo desafían a ir a Ramala, donde el Parlamento no funciona y no se vive una democracia real.



La cuestión de los árabes en Israel se volvió más compleja cuando en octubre pasado hicieron por primera vez manifestaciones y bloquearon carreteras en solidaridad con la Intifada palestina. Para la población judía fue duro aceptar que en las aldeas vecinas también creciera la rabia hacia ellos.



A Edith, una judía nacida en Chile, activista sindical y de los derechos de la mujer quien durante años ha trabajado con mujeres árabes en programas sociales en la zona de Carmiel, entre Haifa y Tiberíades, le resulta incomprensible que sus vecinos se manifiesten con bloqueos y piedras contra el Estado que los acoge, donde el salario mínimo se empina en 800 dólares, mientras en los territorios se vive con cien dólares y bajo un sistema de opresión a las mujeres, sin seguridad social y con un liderazgo palestino que muestra cercanía al extremismo y prácticas corruptas. Ella, como otros, tomaron iniciativa y hablaron con los alcaldes y los líderes de los árabes israelíes. Hasta ahora ha vuelto la calma a las aldeas, pero un manto de desconfianza y mayores medidas de seguridad y control de la población árabe se impuso, dañando la convivencia y retrotrayendo, en treinta años, desde la Guerra del Yom Kippur en 1973, las relaciones entre árabes y judíos al interior del mismo Estado, según reconoce Edith.



SIGUE…



Conversando con Simon Peres

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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