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Un, dos, tres… Pinochet y las violaciones a los derechos humanos otra vez


Introducción



Por un momento hagamos un juego ucrónico, es decir, ubiquémonos en un acontecimiento histórico que nunca ocurrió ni ocurrirá. Es el año 1972, estamos en Europa. En Inglaterra el viejo león conservador aún vive y reclama al encanecido Chamberlain que reconozca de una vez por todas su responsabilidad en el Pacto de Munich. Churchill es duro. Acusa a su rival de aliado objetivo del ascenso del poder militar nazi hace recién treinta y tres años. No se la perdona. Al otro lado del canal de la Mancha, los seguidores de Petain se defienden como «gatos de espaldas». De Gaulle, líder vitalicio del «rejuvenecido» partido «Acción Francesa», es venerado por sus seguidores que se niegan a pactar con los petainistas.



Los comunistas acaban de hacer su Congreso anual en el cual han vuelto a recordar la heroica resistencia francesa. Han ratificado por unanimidad que no descansarán hasta lograr el castigo de los asesinos del católico Jean Moulin. Marchais declara desafiante que es la primera prioridad ética y política del partido de la igualdad. Al otro lado de los Alpes los partidarios de la monarquía se enfrentan a los republicanos. Los fascistas, sin su líder natural, reponen el tema que Abisinia es italiana. Declaran que no tienen nada de qué arrepentirse. Que la culpa fue de los asesores del Duce y de ciertos excesos. El desarme, el arsenal nuclear, el daño ecológico, la Otán, la revolución sexual, el desarrollo científico-tecnológico y sus consecuencias éticas y sociales, la descolonización de Asia y Africa, la construcción del Estado Social y la Comunidad Europea pueden esperar. Primero hay que saldar las deudas del pasado.



¿Quedó claro hacia dónde nos dirigimos?



Acertó. En nuestro país, los titulares siguen tratando de la más dolorosa de las consecuencias del quiebre democrático, que ocurrió hace «recién veintisiete años». Estamos en el año 2001. Y ahí están Pinochet y sus colaboradores en el primer plano.



¿Hasta cuándo?



I.- El pecado original: la soberbia nos impidió ser sinceros con nosotros mismos



Qué duda cabe. La historia es el supremo tribunal de los pueblos y éstos tienen los gobernantes que se merecen (con el favor de Hegel). Si no tuvimos una transición desde abajo y de ruptura y sí tuvimos una desde arriba y con enorme continuidad política-institucional, fue porque el pueblo de Chile así lo quiso.



En efecto, entre 1983 y 1987 se desarrolló una singular batalla por recuperar la democracia. La Alianza Democrática apostó -nada menos- por una Asamblea Constituyente, la renuncia de Pinochet y un gobierno de centro-izquierda. ¿Se acuerda?



¿Por qué ello no fue posible?. Las razones son muchas. En rápida síntesis digamos que el actual enjuiciador Partido Comunista, MDP mediante, se dedicó a internar armas, intentar el tiranicidio (cuya legitimidad era motivo de acalorados debates académicos) y dividir a la oposición. La Democracia Cristiana se encontraba -¿cuando no?- dividida frontalmente por la estrategia para salir de la dictadura. «Guatones y Chascones» se llamaban (con dudoso gusto). Los socialistas, cada uno de ellos, se dividían por dos.



Los colegios profesionales y las clases medias se asustaron por el tenor de las protestas sociales. Sindicatos, gremios y organizaciones sociales eran débiles. ¿Qué más que lo que hicieron hasta la Asamblea de la Civilidad se les podía pedir? La derecha empresarial y el sólido tercio de la derecha política, como no sabían de las violaciones a los derechos humanos (¿?), profitando como lo hacían de las privatizaciones y no durmiendo bien recordando a la Unidad Popular, no dejaron nunca de apoyar al general Pinochet. Las Fuerzas Armadas no dudaron un minuto. Eso de los militares «duros y blandos» era un invento de transistólogos norteamericanos.



En el nivel mundial, el Estados Unidos de Reagan no iba a aguantar una nueva Nicaragua (menos el Vaticano de Juan Pablo II). La Unión Soviética no iba a hacer por la izquierda chilena lo que no hizo por Salvador Allende. Menos un confundido Gorvachov. Así vistas las cosas, se hizo lo que se pudo. No fue nada de malo el resultado. Y así estamos.



Quizás si hubiésemos sido más sinceros, si hubiésemos sido más claros en reconocer nuestras debilidades y miserias, si hubiésemos sido más prudentes y no hubiésemos hablado y cacareado mundialmente nuestra exitosa transición, la caída hubiese sido menos dura (o más elegante y digna).



Porque, más allá de las ironías, nuestra transición ha asegurado paz social, estabilidad política y crecimiento económico. Y, particularmente en Derechos Humanos, hemos avanzado mucho. Desde el Informe Rettig, a la Mesa de Diálogo -con el impactante reconocimiento de las Fuerzas Armadas en la desaparición de personas- pasando por la prisión de Manuel Contreras y el procesamiento de Augusto Pinochet. Bien por la democracia.



Sin embargo, el fracaso reside en, a lo menos, tres aspectos. El primero, nuestra institucionalidad sigue siendo terriblemente defectuosa. La subordinación militar no está lograda ni menos garantizada. Y, a pasos agigantados, la legitimidad de la democracia, de los partidos y de la clase política se encuentra amenazada. Debimos haber reconocido estos aspectos con mayor humildad. No lo hicimos y vino la caída de la arrogancia con la detención de Pinochet en Londres.



Y, dentro de este cuadro, encontramos el dato que hoy analizamos: siguen dramáticamente presentes la cuestión de las responsabilidades en el golpe de estado y en las violaciones a los derechos humanos, junto con la aún inacabada tarea de poner término a la transición. Y ello nos impide poner en el centro del debate los enormes desafíos que tiene un pequeñísimo país en un mundo en vertiginoso e inigualitario cambio global.



SIGUE…



II. La falta de una decisión estratégica realista y firmemente sostenida…



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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