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El Gran Inquisidor


Cada día conocemos más pruebas acerca de las violaciones de los derechos humanos y de las leyes y costumbres de la guerra por parte de la dictadura. Simultáneamente, en los medios de comunicación, dominados casi sin contrapeso por los poderes fácticos, se ha acentuado la distorsión del idioma que tan bien describió Orwell en una de sus novelas sobre el totalitarismo. Sólo la diputada Pía Guzmán y los jefes de los servicios armados han hecho algunos importantes reconocimientos, incluso que se lanzaron cuerpos al mar desde helicópteros. No obstante, todavía estamos lejos de entrar al círculo virtuoso de la democracia. Al parecer, los herederos de la dictadura aún temen a la libertad, al igual que el Gran Inquisidor de la leyenda de Dostoievski, quien juzgó y condenó a Jesús cuando volvió a la Tierra porque predicaba el libre albedrío.



Las facciones golpistas tuvieron más de un proyecto. Sin embargo, la inusitada violencia inicial: el bombardeo de La Moneda, el martirio de prisioneros que en ella se rindieron y la Caravana de la Muerte, fue un anuncio de que el núcleo central de la dictadura pensaba eternizarse en el poder. Grupúsculos civiles extremistas, como los Chicago Boys y católicos integristas, pusieron la ideología. Esta alianza pretendió corregir nuestra historia y refundar la sociedad chilena. Lo hizo a sangre y fuego, sin misericordia ni miramientos por su propia justicia militar en tiempos de guerra. Y cuando el general Lagos previno al general Pinochet que serían juzgados por tales actos, la respuesta fue la DINA y el intento de exterminar sin dejar huellas a sus presuntos enemigos, los detenidos desaparecidos y de aterrorizar a todo opositor potencial.



Para la dictadura, como para el inquisidor dostoievskiano, los seres humanos eran demasiado débiles para ser libres. Prueba de ello era nuestra recurrente seducción por la serpiente del estatismo, desde que los Borbones, entusiastas de la Ilustración, llegaron al trono de España; y el gobierno de Allende era la expresión máxima de ese pecado mortal. Para la mayoría de los chilenos, como para la grey de la leyenda de Dostoievski, no había mayor carga que la libertad.



Por tanto, el inquisidor criollo sustituyó el Estado de Derecho y la democracia por la autoridad arbitraria y la represión, y quiso doblegarnos con tormentos y martirios. A cambio, nos ofreció la tranquilidad de los cementerios y falsos milagros. Cuando las tensiones internas y las presiones internacionales hicieron inviable el régimen, nos dejaron sujetos a los enclaves autoritarios y a los poderes fácticos; impedir el libre albedrío a la mayoría ciudadana es consubstancial a la obra de todo Gran Inquisidor. Y así, la transición a la democracia se transforma en un régimen permanente.



Otro legado de la dictadura es la distorsión del lenguaje, que comienza a separarnos de la segunda unidad lingüística mundial, que nació en el solar castellano. Parte importante del alegato gubernamental por Pinochet en Londres fue la defensa de la soberanía nacional y lo mismo se argumentó en el ámbito político interno. Pues bien, la soberanía nacional, en español castizo, es «la que reside en el pueblo y se ejerce por medio de los organismos constitucionales representativos», y no tiene una relación indisoluble con la jurisdicción de los tribunales. Prueba de ello es que, en este caso, la Corte Suprema inglesa declaró competentes a los jueces de su país con una interpretación literal, que es también la primera regla de la hermenéutica legal chilena, de un tratado ratificado por Gran Bretaña, España y Chile, es decir, que tiene fuerza de ley en esos países y en todos los que han procedido en igual forma.



Para justificar esa defensa, criticar la llamada avalancha de querellas por violaciones a los derechos humanos y pedir una salida política a estos casos, se invoca la «razón de Estado», como si fuera un sacramento, pero nadie se molesta en explicar qué significa. Pues bien, se trata de un legado del absolutismo francés a la república jacobina, es decir, al prototipo del Estado dirigista (el polo opuesto al discurso pospinochetista, contradicción lógica que poco importa a quienes rechazan la razón).



Justamente por ello, es un concepto ambiguo y una de sus acepciones, de nuevo en español castizo, es «consideración de interés superior que se invoca en un Estado para hacer algo contrario a la ley o al derecho». Y eso es lo que realmente se pide, en circunstancias que la justicia es hoy un valor inalienable para ser parte de la comunidad de países civilizados.



Con la misma reverencia se habla de política de Estado, en más de un sentido, mas en ninguno democrático. En Argentina se dijo que lo fue guardar silencio acerca de la actual epidemia de fiebre aftosa hasta que fue imposible ocultarla. En Chile se sostiene que el Presidente debe fijar políticas de Estado por sobre mayorías y partidos. Pues bien, el Presidente es representante de la nación, que está formada por todos los ciudadanos, pero la voluntad nacional se expresa por la mayoría, aunque de ella no sean parte los más poderosos y no al revés como ocurrió durante la dictadura. Por tanto, la política de Estado es la voluntad política de la mayoría encauzada por la institucionalidad democrática, que incluye el respeto de los derechos humanos, y el Presidente, como representante por excelencia de la nación, debe ejecutarla.



El nuevo lenguaje cala muy hondo cuando los medios de comunicación nos bombardean con desinformación. Por tal razón, incluso demócratas probados están convencidos de que una seguidilla de elecciones divide. Una gran victoria para el autoritarismo y su propaganda de la antipolítica, ya que esa proposición está lejos de la realidad. En dos de las democracias más avanzadas, Suiza que es calificada de consensual y Estados Unidos que es considerada competitiva, es justamente donde más se vota, a lo menos varias veces o por lo menos una vez al año, respectivamente. Y en ambos países no está en debate la reconciliación nacional o la eficiencia del gobierno.



No son las elecciones las que influyen en las divisiones de un país sino al revés. Y los problemas de la democracia sólo se resuelven con más democracia y, como en ese sistema el soberano es la mayoría de los ciudadanos, mientras más se vote es mejor.



Algo similar ocurre con la clemencia y la cultura del perdón, que son parte del progreso de la civilización. Hemos avanzado desde la ley del Talión, del ojo por ojo y diente por diente. La derogación de la pena de muerte es parte de ello, pero nuestro país todavía no logra los niveles que hoy imperan en la materia, otro legado de la dictadura que los gobiernos democráticos se esfuerzan en superar. Con todo, la justicia, para serla, debe seguir siendo ciega. Por tanto, la clemencia debe ser parte del estado de derecho sin considerar, como se pretende, la condición o poder del hechor.



Tampoco se pueden perdonar actos de desconocidos, la interpretación inicial de la amnistía a la cual algunos piden volver. Los sujetos son las personas, no los hechos. A ello se suma el concepto cristiano de que perdonar es un proceso, que comienza con el arrepentimiento, sigue con la confesión y la penitencia, y concluye con el perdón. Idea que concuerda con nuestra propia ley, ya que una de las circunstancias atenuantes de responsabilidad penal es «si (el hechor) pudiendo eludir la acción de la justicia por medio de la fuga u ocultándose, se ha denunciado y confesado el delito». Y también con el diccionario, ya que perdonar es: «remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa el perjudicado por ella».



Dentro de este contexto ¿hay alguna esperanza de que pronto termine la transición e incorporemos la clemencia a la justicia? Un comienzo auspicioso sería que otros parlamentarios se sumaran a Pía Guzmán y que se sustituya el sistema binominal (que dobla el peso electoral de la minoría) por uno representativo. En otras palabras, que iniciemos la demolición de la obra del Gran Inquisidor. No soy muy optimista Ä„Ojalá me equivoque!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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