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La última teleserie


El mundo estaba agotado y caliente. Los humos que supuraban sus infinitas tuberías seguían subiendo al cielo gris, mohoso, convertido ya en un basurero de gases que no dejaban escapar el calor del sol.



El firmamento de la ciudad de Santiago se veía particularmente turbio como el sucio techo de vidrio de un invernadero abandonado. La temperatura no bajaba de los 40 grados, ni siquiera en la noche. Una masa inmóvil de aire caliente y pegajoso aplastaba a los habitantes, que bebían cerveza tibia y yacían como reptiles húmedos y aletargados en los alrededores de las piletas públicas. A pesar del alto contenido de coliformes fecales de sus aguas, se autorizó su uso como piscinas, en vista del calor que al parecer había llegado a la ciudad para quedarse.



Los santiaguinos eran presa de un desgano tan grande, que seguían trabajando sólo por una extraña inercia que los llevaba a repetir como en cámara lenta las rutinas de siempre. La creatividad estaba estancada. No se hacían nuevas teleseries. Los canales repetían viejas producciones que mostraban los paisajes idílicos de un país de tarjeta postal que, si alguna vez existió, ya había desaparecido: bosques sureños muertos por el aumento de la temperatura, playas y caletas arrasadas por las inundaciones de un océano generosamente alimentado por la fundición de los hielos polares.



Pero una tarde particularmente sofocante, un productor que editaba las imágenes catastróficas del noticiario, tuvo la idea de hacer una nueva teleserie.



Expuso su proyecto a los gerentes y directores que sudaban en la oficina donde las aspas de un ventilador movían algo el aire saturado de humedad. La nueva teleserie se llamaría Ventisquero, el deshielo del amor. Se grabaría en alguno de los glaciares que todavía no estaban fundidos. El argumento era simple: hay un campo de hielo en litigio entre Chile y Argentina. El conflicto se ha agravado puesto que ahora el hielo vale más que el diamante. Un geólogo chileno llega a la zona, en busca de la mítica caverna del mastodonte.



Los argentinos sospechan que es un espía y mandan a una atractiva gendarme a sonsacarle información. Ella se hace pasar por una arqueóloga que anda en busca de la misma cueva. La idea era mostrar un amor binacional, entre muchas imágenes de nieve y hielo para refrescar anímicamente a los telespectadores ahogados por la canícula.



– Hay que hacerle ver a la gente desquiciada por el calor, que aún tenemos hielos eternos. Ä„ Y mientras hay hielo hay esperanza! – argumentó el convincente productor.



Los auspiciadores no faltaron. Las empresas de aire acondicionado, refrigeración, helados y refrescos se peleaban por participar. Se organizó una gran fiesta para despedir al equipo de filmación. Fue el último evento que les recordó a los santiaguinos la dichosa época anterior a la llegada del calor.



Los actores y técnicos partieron en una caravana de poderosos vehículos todo terreno, en pos de los hielos eternos. En los meses siguientes el calor siguió aumentando, y los santiaguinos cayeron en una especie de sopor que los llevó a olvidarse completamente de la teleserie y del equipo que había partido a hacerla.



Años después llegaron noticias confusas de vehículos que se desbarrancaron, o se hundieron en la nieve resblandecida y en el barro. En un National Geographic Magazine se informó también de un grupo de personas que se refugiaron en una caverna prehistórica, donde ahora vivían como las tribus primitivas y habían construido unos extraños totems con piedras, barro, nieve y chasis y lentes de cámaras filmadoras.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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