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El infinito pozo acumulado


El Ruletón se había convertido en un pozo sin fondo. Los sorteos se realizaban dos veces por semana, sin que nadie acertara a la combinación de los seis números ganadores. El crecimiento de la cifra excitaba la codicia de la gente que jugaba y jugaba, con lo que hacían hincharse cada vez más el premio.



Los apostadores llegaban por la madrugada a hacer colas frente a las agencias. Ya nadie jugaba, como en los tiempos normales, uno o dos cartones, sino diez o veinte, o la cantidad que permitiera la paciencia de la larga fila de los que esperaban su turno.



En los alrededores de las colas proliferaba el comercio ambulante. Improvisados vendedores ofrecían bebidas y sanguches, que ayudaban a mantenerse en pie a los apostadores. También rondaban gitanos y adivinas que aseguraban tener cábalas infalibles, charlatanes provistos de computadores portátiles, que vendían los servicios de algún software diseñado para dar con los números ganadores, y prestamistas que incitaban a los jugadores a arriesgar más de lo que tenían.



El Ruletón crecía como una bola de nieve que se convierte en rodado y arrastraba al país en su vertiginoso abultamiento. Era un agujero negro que iba tragándose todo el dinero de la nación que quedaba allí, inmovilizado, suspendido en la promesa de un premio que nunca nadie ganaba.



El programa en que se hacían los sorteos llegó a ser el más visto de la televisión. El animador sudaba dentro de su rutilante smoking color lila, mientras hacía girar la ruleta que daría los seis números del premio. Empezó a cundir la sospecha de que el animador era el mismísimo demonio que se las arreglaba para que la ruleta arrojara números que siempre esquivaban hábilmente a todas las combinaciones jugadas.



Y la ruleta, al girar, crecía como una galaxia que envolvía en sus brazos espirales a todo el universo e infundía un mareo más intenso que el de las borracheras. El conductor, jadeante, iba exhibiendo los números en la pantalla que todo el país miraba con el alma en un hilo. Muchos murieron de infarto al acertar a los cuatro primeros números y fallar en el último, teniendo seguro el comodín.



En un principio el pozo acumulado del Ruletón provocó las más desbocadas fantasías de consumo. Mucha gente jugaba un cartón porque por la módica suma de 500 pesos podía entregarse durante tres días a un desenfrenado ejercicio masturbatorio, imaginando los autos, mansiones, amantes y orgías perpetuas que podrían regalarse con los mil, dos mil o diez mil millones del próximo sorteo. Pero llegó el momento en que la cifra alcanzó una magnitud sideral, que dejó atrás hasta la más exageradas y obscenas fantasías.



El monto del premio había alcanzado tales dimensiones que la imaginación se perdía entre sus muchos dígitos, que ya nadie podía ni siquiera leer.



La gente siguió jugando, con la expectativa de ganar el premio sólo para impedir que lo obtuviera otro. Entonces el vértigo se hizo aún más intenso. El Ruletón se convirtió en una especie de ruleta rusa. Cada apostador sabía que se arriesgaba a ganar, es decir a caer en ese pozo sin fondo, a recibir una cantidad de dinero tan aplastante, que le dislocaría completamente la vida.



Los pololos, novios y esposos sabían que en caso de ganar ellos o sus parejas, la separación sería inevitable. Hombres y mujeres adivinaban que si se llevaban el premio, vivirían amenazados por extorsiones y secuestros imaginarios o reales.



Y nadie dudaba que fuera quien fuera el ganador se llevaría, junto con el premio, el odio y la más venenosa de las envidias de todo Chile.



Varias sectas e iglesias organizaron cadenas de oración para suplicarle al Hacedor o a quien quiera que manejara los secretos designios de la ruleta, que no le diera el premio a uno o dos apostadores, sino que lo distribuyera entre muchos, y ojalá que le llegara una tajada o migaja a cada habitante de Chile.



El país adivinaba que si había un solo ganador, aun cuando fuera un santo, con esa desproporcionada cantidad de dinero adquiriría un poder enorme y se convertiría en un monstruo caprichoso e implacable.



La gente miraba a sus vecinos y a sus compañeros de trabajo con cada vez mayor desconfianza, porque lo más seguro era que llevaran en el bolsillo un cartón que podría convertirlo en el dueño de Chile. La sombra de ese triunfador conjetural se fue extendiendo por todo el territorio de la patria, y nubló los cielos del país. Se estableció como un tirano sin rostro, que al convertirse en el dueño de todo, se haría también el amo y señor de todos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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