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La tortura, tema indispensable


Hace cerca de una semana que estoy sumido (no existe otra palabra mejor para describir lo que me pasa) en la lectura de la obra del poeta y periodista Juan Gelman, titulada Nueva prosa de prensa. En ella se recogen sus columnas publicadas entre 1996 y 1999 en ese gran diario argentino, Página 12, cuya lectura me hace sentir pena por el atraso chileno, por lo menos en lo que se refiere a los diarios impresos.



En ese texto Gelman habla poco del tema de su duelo personal, los detenidos desaparecidos. En la siniestra «guerra sucia» argentina el poeta perdió a su hijo y a su nuera embarazada. Solo hace muy poco tiempo logró recuperar al vástago de esa tragedia. Pero, en cambio, Gelman habla mucho de la tortura.



De ella quiero hablar yo también. Me interesa como experiencia límite que deja marcas indelebles en los cuerpos. Pero debo reconocer que además me siento azuzado por motivos coyunturales. No hace mucho tiempo algunos perentorios edictos reales calificaron a los hablantes de este tema como irresponsables. Al poco tiempo los nuevos inquisidores debieron girar en redondo y transformar sus órdenes en sinuosas recomendaciones, en vista del fracaso de la primera estrategia.



El torturado (sea que haya mantenido silencio, sea que haya confesado) llevará siempre en sí las huellas de ese contacto con el mal. Ese mal debería escribirse con mayúsculas, pues se trata de un delito como no existe otro. Es tan grave como violar a un ser indefenso, pues indefenso está el prisionero, y el verdugo está parapetado tras todo el poder del Estado, tras las promesas de impunidad.



La tortura es un contacto con el mal como no hay otro, porque el verdugo no sólo busca herir el cuerpo, sino el espíritu de quien tiene en sus manos. Busca convertirlo en un traidor, alguien que se niega y que niega, que ofende su vida pasada y sacrifica los deberes del compañerismo. Por eso que la tortura es una infamia tan grande. Pretende que el ser que la enfrenta traicione sus convicciones y creencias y se convierta en adelante en un pelele, en alguien que se sienta imposibilitado de ser lo que fue. El torturador busca que el torturado pierda su humanidad.



Juega con el cuerpo del otro, pero para extraer el espíritu del otro, aquello que los religiosos llaman el alma. Pensemos en los detenidos de Villa Grimaldi, de Tejas Verdes, de la Academia de Guerra. Son víctimas sobrevivientes de una maldad institucionalizada, convertida en sistema de degradación.



Pensemos, por un momento, en esos grandes delatores arrepentidos, como la Flaca Alejandra y Luz Arce. Pese a sus desoladores testimonios, cuya visión o cuya lectura oprime e entristece, pues revela hasta dónde llega en lo cotidiano la maldad que inventan los grandes burócratas del terror en sus escritorios, ellas vivirán toda su vida con la doble pesadilla de la imagen de sus verdugos y de las imágenes de quienes condenaron a la tortura o a la muerte. Asoladas por dos terribles fantasmas.



Me explico por qué los que crearon ese sistema inhumano, Pinochet y otros muchos, no son capaces de llegar al arrepentimiento. Una pintura de Inés Harnecker que se exhibe en su exposición retrospectiva del Museo de Bellas Artes proporciona la clave simbólica. El cuadro se llama Porque los vencedores no sufren. En la tela esos triunfadores tienen rostros sin ojos ni oídos ni nariz y uno, seguramente el mayor responsable, tiene la cara y la cabeza enfundados en una camisa abotonada. Han tenido la precaución de bloquear la conciencia moral.



Quizás un poco (un poquito) de eso mismo le está pasando a quienes han declarado recientemente que los que mencionan a los torturadores cometen desde violaciones a la ley de seguridad del Estado, cuando se trata de denuncias judiciales contra altos oficiales, hasta pecados de mala conducta política cuando la persona solo se deja invadir por pesadillas repetidas. El bloqueo de la conciencia moral por la razón de estado es una enfermedad que se contrae en el poder y es producida por el aire contaminado de las alturas.



Pero olvidemos esas recomendaciones de la siempre cegatona razón de estado. De este tema es necesario hablar, para la sanación real de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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