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La política y sus enemigos en Chile de hoy


La política es básicamente la actividad en una sociedad en que se debate y actúa en el campo de las relaciones de poder que se refieren a la conducción general de ésta. En todas partes del mundo su naturaleza de lucha por la sociedad buena está siendo erosionada por transformaciones estructurales y culturales que tienden a disminuir su papel de otorgadora de sentido a la vida social. Con ello la política parece seguir girando en torno a sí misma y pareciera desligarse de los grandes problemas de la sociedad a los que estuvo siempre asociada en la época de la llamada política tradicional.



El problema fundamental de la época actual es recuperar el papel de la política, aunque menos absorbente que en el pasado, para que una sociedad o un país no sea un puro mercado o una montonera de individuos atomizados dominados por los poderes fácticos trasnacionales, nacionales, económicos, de instituciones espirituales, tecnológicas o comunicacionales.

En nuestro país la política y, específicamente, la política partidaria y referida al manejo del Estado, fue el cemento de nuestra sociedad, lo que nos mantenía como país y a veces penetró demasiado las otras esferas de la vida social. La dictadura militar intentó destruirla y eliminarla para siempre. Y las herencias institucionales de la dictadura, como los senadores designados, el papel de garante de la institucionalidad de las Fuerzas Armadas, la casi imposibilidad de cambiar la Constitución, el sistema electoral que favorece a la primera minoría, entre otras, son un límite fundamental al principio democrático de la soberanía popular y, por lo tanto, al debate y actividad política.



Si no se siente que a través de ésta se pueda debatir y actuar sobre la sociedad, porque la minoría impone su voluntad a la mayoría de la gente, ésta tiende a distanciarse de la política, la que termina desprestigiándose.



Pero sobre este piso de una institucionalidad que desvaloriza la política y la deslegitima a los ojos de la gente, se mueven nuevos enemigos que asedian y erosionan la política en nuestro país.



Los nuevos enemigos



Uno de ellos es la trivialización o banalización de la política. Ella consiste en el predominio de un discurso típico de la derecha, pero que ha penetrado fuertemente en sectores de la Concertación, en el sentido que la política no debe ocuparse de problemas generales de la sociedad, sino solo de las preocupaciones o problemas individuales de la gente.



La falacia es que no hay gente, sino gentes muy diversas y con problemas y preocupaciones diferentes y contradictorias, que le piden a la política precisamente ideas y condiciones generales para resolver ellos mismos sus problemas, porque saben que la política no puede hacerlo.



La consecuencia de esta nueva visión es que la política pasa a ser dominada por negociaciones cupulares, cálculos inmediatos electorales y de poder personal o grupal y desprecio por las ideas y proyectos que buscan otorgarle sentido y perspectiva al presente y futuro del país.



Otra consecuencia es que, en aras de un aparente consenso, se trata de ocultar diferencias ideológicas y afirmar que derecha, centro o izquierda son lo mismo. Y entonces los sectores de derecha y sus medios de comunicación llamarán «renovados» a quienes piensan como ellos, es decir, se derechizan, y otros firmarán documentos transversales que intentan confundir a la opinión pública respecto de las alternativas reales en juego.

El segundo enemigo de la política chilena actual, presente en todo el espectro ideológico y político-partidario, es el uso indebido del poder económico y comunicacional por parte de ciertos miembros de la clase política para defender posiciones o escalar puestos de poder o representación, y la confusión entre lo público y privado, utilizando poder e influencia adquiridos en uno para servir al otro.

Ejemplos de ello -y que atraviesan todos los partidos- son el lanzamiento de algunas candidaturas parlamentarias que no tienen otro mérito que los recursos económicos del candidato o su desempeño en campos no políticos, dependiendo su éxito final no de la calidad de sus ideas, propuestas o acciones, sino del tamaño de su «caja electoral» o de su actuación mediática.



En otro plano, todos nos hemos sorprendido por el uso de los contactos con el poder económico por parte de un connotado dirigente político para presionar y silenciar a una periodista que, precisamente, investigaba y denunciaba la concentración del poder económico, o por la doble pertenencia a instancias del aparato público en el campo educacional y a la dirección de instituciones educacionales privadas que se relacionan directamente con las primeras, confundiendo las decisiones e intereses de ambos.



El tercer enemigo de la política chilena son los poderes fácticos, es decir, actores económicos e instituciones no estrictamente políticos que irrumpen en la arena o espacio político como si fuera su propio dominio.



Recordemos, entre otras cosas, el caso de un poderoso medio de comunicación privado, que intentó el cambio de un programa de la televisión pública y el reemplazo de su responsable profesional por otro de su confianza, porque se denunciaban las vinculaciones de dicho medio con organismos de inteligencia de otro país en otra época, en vez de querellarse judicialmente o de actuar como medio de comunicación, desmintiendo con sus propios datos aquella información.



O las amenazas de sectores empresariales de no invertir (que es lo que deben hacer) si no se cumplen sus deseos en el caso Pinochet. O la permanente amenaza de sectores militares en materia de justicia y derechos Humanos o, por último y no menos significativo, la presión de ciertos sectores eclesiásticos para que en materias propias de decisión de las personas y los ciudadanos, se usen exclusivamente sus propios criterios, desconociendo el laicismo y la diversidad cultural en nuestro país e imponiendo una verdad particular por encima del debate público, elemento esencial de la política.



Estos son los enemigos de la política hoy y de ellos hay que defenderse con normas institucionales que dignifiquen y financien públicamente la política, que separen el poder económico de la actividad política, que promuevan el debate público y que limiten los poderes fácticos a su propia esfera. Pero también es necesario un cambio en la cultura política de las diversas elites del país y de la propia clase política.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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