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De vuelta a la barbarie


Ayer se celebró el Día Mundial del Libro. Conviene recordar que Chile se formó en gran medida gracias a la cultura literaria. Una vez consolidada la independencia política quedaba por lograr la emancipación intelectual, la capacidad de pensar por nosotros mismos y realizar contribuciones originales al conocimiento universal, como lo señaló Andrés Bello.



El panorama cultural del país en los años que siguieron a la Independencia era lamentable. En 1829 Andrés Bello, en carta a Fernández Madrid, comentaba que El Mercurio Chileno, dirigido por José Joaquín de Mora, «no tiene quizás sesenta lectores en todo el territorio de la República». El mismo Mora, luego de comparar su labor pedagógica en el Liceo de Chile con la doma de potros y potrancas, escribió una terrible diatriba en verso en la que exacerba los rasgos de barbarie, primitivismo e incultura del país: «Un conjunto de grasa y de porotos,/ con salsa de durazno y de sandía;/ pelucones de excelsa jerarquía,/ dandys por fuera, y por adentro rotos./ Chavalongo, membrana, pujos, cotos;/ alientos que no exhalan ambrosía;/ lengua española vuelta algarabía;/ eructos que parecen terremotos./ En vez de mente, masa tenebrosa,/ no ya luz racional sino pavesa/ que no hay poder humano que encandile./ Mucha alfalfa, mal pan, chicha asquerosa,/ alma encorvada y estatura tiesa…/ Al pie de este retrato pongo Chile.»



En 1827 el periodista Melchor José Ramos escribía: «¿Qué se economiza más en Chile? ¿La facultad de pensar? Del millón de sujetos que se le suponen ¿cuántos son los que piensan? Tal vez no lleguen a seis, y lo que éstos dicen lo repiten unos pocos con calor, otros pocos bostezando y la mayor parte ni siquiera repite nada».



El inglés John Miers, quien estuvo en Chile a partir de 1818, escribía en 1826: «Los chilenos son ignorantes y proclaman que no requieren el conocimiento de los libros. Tienen, además, muy pocos, y los pocos que tienen no los leen. Recuerdo que el Presidente del Senado, que era visto por sus conciudadanos como una gran autoridad, se vanagloriaba de que no había leído un solo libro durante los últimos treinta años.» (Citado por Bernardo Subercaseaux en Historia del libro en Chile. Alma y Cuerpo).



La situación de la educación no era mejor. A principios de los años 40 del siglo XIX la instrucción primaria alcanzaba sólo a unos 10 mil niños en una población de más de un millón de habitantes. Si la cobertura era mala, la calidad era peor. La enseñanza se limitaba a lectura, escritura y rezo, porque los profesores no sabían más. Se comentó mucho el caso de un tipo al que apresaron por robar candelabros en la Catedral: el juez lo condenó a trabajar tres años como maestro de escuela en Copiapó.



Esta situación comienza a cambiar a partir de 1840 con el magisterio de Andrés Bello y la labor de la Universidad de Chile, que organiza el sistema educativo nacional, impulsa la investigación, funda la moderna historiografía científica e incentiva la creación literaria y artística.



Como lo señala Bernardo Subercaseaux en la obra ya citada, surge en Chile en esa época una cultura liberal republicana, cuyas aspiraciones e ideas-fuerza «se canalizan con extraordinaria vehemencia a través de diarios, revistas, obras históricas, tratados de jurisprudencia, discursos políticos, leyes, agrupaciones sociales, clubes de reforma, partidos políticos, logias masónicas, instituciones educativas, novelas, piezas de teatro, expresiones gráficas y hasta modas y actitudes vitales».



El libro adquirió entonces un enorme prestigio en el país. Tanto fue así que los prohombres que se hacían retratar casi siempre aparecían junto a libros, cuando no en una biblioteca. En los estudios en los que trabajaban se veían estanterías repletas de volúmenes, como si eso avalara la solidez de su formación profesional.



Chile creció gracias al libro. Sus estructuras sociales y económicas se modernizaron por la acción de una clase ilustrada de profesionales formados en las universidades -principalmente en la de Chile- con una profunda vocación de servicio público. El país fue conocido en el mundo por sus poetas, que han obtenido dos premios Nobel, y por sus misiones de educadores que contribuyeron a perfeccionar la enseñanza en diversos países, como Venezuela y Costa Rica.



Hoy se habla de deterioro de los hábitos de lectura. Se dice que los chilenos leen poco y entienden menos. Es que la cultura del libro tiende a formar personas con autonomía de pensamiento, con capacidad de reflexión y de crítica. Por eso entra en conflicto con cierta cultura audiovisual que sólo ofrece estímulos elementales para que el espectador responda con reacciones reflejas, como el perro de Pavlov.



Al mensaje publicitario efectista le conviene llegar a un público en lo posible analfabeto, porque un buen lector no se traga fácilmente el cuento de que si se aplica un desodorante se convertirá en un seductor irresistible, o si se toma una bebida gaseosa, colorinche y azucarada va adquirir una vitalidad y una alegría de vivir sin límites. El libro atenta contra el consumo compulsivo. Tal vez por eso no hay mayor preocupación por fomentar la lectura, ni alarma por la posibilidad de volver a la situación de precariedad cultural de las primeras décadas del siglo XIX, y convertirnos en bárbaros tecnológicos y en ostentosos incultos.





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