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A los representantes de Dios


La palabra de Dios ha empezado a aparecer en paneles instalados, originalmente con fines publicitarios, en la vía pública. Sus mensajes, en letras blancas recortadas contra un fondo oscuro, compiten con la compleja señalética urbana y con la propaganda que muestra a sensuales mujeres ávidas de consumo, a adolescentes eufóricos y a personas que jalan de una cuerda para arrancar de su soporte a un envase de shampoo.



La voz de Dios no se pierde ahora en el desierto, sino en la selva, en la jungla urbana, en la algarabía publicitaria de los mercaderes a los que ya nadie puede expulsar, puesto que son los dueños y señores de la ciudad y de sus nuevos templos, los malls y los supermercados. Tanto es así que los transeúntes, habituados -si no adictos al voceo propagandístico- al ver esos carteles a través de los cuales nos habla Dios, sentimos que algo les falta, y es el nombre del auspiciador de la campaña.



Resulta anómalo, extraño, casi incómodo que no aparezca una marca de algún producto o algún banco o financiera patrocinando el mensaje divino. Tampoco se identifica a quienes diseñan y pagan estos carteles, a los privilegiados intermediarios que tienen la representación de Dios, no sabemos si para la toda la tierra o sólo la ciudad de Santiago.



Creo en Dios, pero desconfío de quienes pretenden ser sus distribuidores exclusivos. Por culpa de ellos se han desatado tantas guerras y persecuciones religiosas y cruzadas de violencia a lo largo de la historia. Y todas se hacen en nombre de Dios, para darle el aspecto de causa divina a lo que sólo es competencia entre grupos que aspiran a la representación monopólica de Dios en la Tierra.



Si conociera quiénes colocan esos carteles firmados por Dios, me gustaría preguntarles por qué nos interpelan a nosotros, a los pobres peatones, a los tristes ciudadanos sin ciudadanía que andamos por la calle, apurados por llegar a tiempo a los compromisos de trabajo.



Uno de esos carteles dice: «No robar, no mentir, no matar» y luego Dios nos pregunta «¿Qué parte del no no entendiste? Dios.



La verdad es que no entendí nada. ¿Por qué Dios nos pregunta eso a los que no matamos, a los que para no robar tenemos que consumir nuestras tristes vidas en trabajos repetitivos y agobiantes? Es cierto que mentimos a cada rato. Es que estamos obligados no sólo a mentir sino a fingir, a simular y, peor aún, a negarnos a nosotros mismos para mantenernos en esos trabajos, donde, si dijéramos una sola vez la verdad, si le cantáramos al jefe y a los clientes lo que pensamos de ellos, no duraríamos ni un solo día. No sé si como un regalo o como un castigo vinimos a dar a este mundo lleno de hipocresías y de formas sociales que hacen que la mentira sea necesaria no sólo para la convivencia, sino también para la subsistencia.



Creo que en lugar de interpelarnos a nosotros, los pobres hombrecitos anónimos que leemos los carteles callejeros, debieran hacerse esas preguntas en forma más personalizadas. Dirigirlas, por ejemplo, a los que han tenido poder y han abusado de él. Poder sobre la vida de la gente y sobre los medios de comunicación, para amplificar sus propias verdades, que terminaron siendo grandes mentiras.



El poder y los poderosos desde luego tienen muchas respuestas para Dios. Dicen, por ejemplo, que hay casos de excepción en los que puede flexibilizarse el «no matar», como el estado de guerra o de supuesta guerra interna o externa. O la pena de muerte.



El manejo mediático y el control de la prensa pueden producir mentiras. La misma censura o los silencios cómplices son formas de mentira. «Hay circunstancias en que callar es mentir»- dijo Unamuno. Pero son mentiras socialmente beneficiosas, alegarán los operadores del poder.



Del robo mejor no hablemos. Hay tantas formas de justificarlo, despenalizarlo y hasta de presentarlo como socialmente conveniente.



Hay otra interpelación que se nos hacen a través de los carteles: Dios nos advierte que tiene una conversación pendiente con nosotros. Por supuesto nos hace falta esa conversación. Uno de los traumas de la vida moderna es lo que se llama «el silencio de Dios». La secularización del mundo nos dio una transitoria sensación de poder. Pero fue sólo una ilusión. Finalmente se nos escapó de las manos esa técnica con la que creímos que lo resolveríamos todo. La tecnología se convirtió, como Frankenstein, en un monstruo que escapó del control de su creador y lo asesinó. Ahora nos encontramos cada vez más desamparados, colgando entre las amenazas apocalípticas y el vacío de sentido; ávidos de Dios, sí, pero llenos de desconfianza hacia los que se atribuyen su representación exclusiva.



Tal vez en esa autoatribución esté la mentira más grave. Quizás la peor mentira sea al sentirse dueño de la verdad absoluta. Es posible que cuando Dios nos ordena no mentir lo que nos pide es un acto de humildad: la aceptación de que existen muchas verdades diversas y relativas que no se excluyen entre sí.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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