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Inscripción automática y voto obligatorio


En las proximidades de las elecciones parlamentarias surge nuevamente el debate en torno a la falta de interés en la política, mostrada en el bajo nivel de inscripción de los jóvenes en los registros electorales. Las soluciones más en boga son, por un lado, la inscripción automática y el voto voluntario.



Respecto de lo primero hay pocas dudas. No tiene sentido, como dirían los economistas, incrementar los costos de la participación: tener que inscribirse en lugares relativamente lejanos al hogar o el trabajo o los centros de estudio, a horas determinadas en que se perturban las actividades laborales, domésticas o estudiantiles sin que haya ningún incentivo, ninguna opción todavía estructurada, es obviamente favorecer la no inscripción si, además, después el voto será obligatorio o se le multará por no votar. Es obvio: la inscripción tiene que ser automática, cumplida la edad correspondiente, haya que invertir lo que haya que invertir y no cabe ningún argumento en contrario sobre dificultades técnicas.



Más importante me parece insistir en la necesidad del voto obligatorio. Todo cambio en este aspecto en el sentido de decretar el voto voluntario va, en primer lugar -y esto no es una cuestión menor- en contra de la tradición chilena. Pero, sobre todo, es la respuesta incorrecta a lo que se llama la falta de interés en la política o la distancia entre la gente y la política y significa aumentar ambas.



El voto es no sólo un derecho individual irrenunciable, sino también un deber social igualmente irrenunciable. Es la única forma universal de participación en las cosas de la comunidad política y en la elección de sus representantes. Al igual que los impuestos, en los que se trata de contribuir económicamente a la subsistencia de la sociedad como tal y no en referencia a los propios intereses individuales y donde a nadie se le pregunta si quiere o no pagar o cuánto quiere pagar, en la participación en los destinos de la sociedad nacional-estatal de la que se forma parte, la contribución a ella es obligatoria y el voto es el mínimo indispensable de involucramiento ciudadano.



Incluso en la medida que se vaya profundizando la participación ciudadana en asuntos locales, presupuestos municipales y algunos grandes temas nacionales, ello deberá suponer el voto y participación obligatoria para evitar que estos asuntos lo resuelvan minorías activas o poderes fácticos, lo que igualmente ocurre cuando la no inscripción o la abstención son altas.



Uno de los peores argumentos a favor del voto voluntario es que éste permitiría medir el interés, la apatía o el rechazo a las opciones en juego, como si se tratara de un indicador de encuestas y no el acto simbólico y efectivo esencial de la participación en la vida democrática. Si quiere obtener la expresión activa de rechazo a las opciones en juego o incluso a la política misma, y si se considera que el voto en blanco -que siempre ha sido una buena expresión de ello- es insuficiente, no veo por qué no se agrega entre las causas aceptables de abstención o en la cédula misma de votación, la opción por la objeción de conciencia. Con ello se salvaguarda la libertad individual de no elegir algo o a alguien, pero se exige que se haga de ello un acto explícito de expresión ciudadana.



Hacer del voto algo voluntario es despreciar el carácter indispensable de la política en la vida de un país y es otro paso más en su desvalorarización y desprestigio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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