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Los muertos vivos


James Joyce nos relata en su cuento Los Muertos una fiesta en casa de las señoritas Morkan donde, al igual que durante una eternidad de años, las hermanas Julia y Kate celebran su acostumbrada cena de Navidad con familiares y amigos.



Las Morkan viven con su sobrina Mary Jane, hija de un hermano muerto, y con Lily, la empleada. Ambas son músicos, una cantante y la otra pianista. A la fiesta de la noche relatada llega una gran cantidad de personajes, y entre los principales está Gabriel, hijo de una hermana muerta de las Morkan,; su mujer, Gretta; Freddy Malins, un borracho cuarentón; Miss Ivors, una nacionalista, y el cantante lírico D’Arcy.



La fiesta es una metáfora del aburrimiento repetitivo de todas las fiestas de las Morkan a través de los tiempos. Bailan, canta Julia, toca Mary Jane. Gabriel, como todos los años, trincha el ganso y hace un discurso de homenaje nadie sabe a quién. La monotonía sólo la rompen Miss Ivors, quien abandona la fiesta prematuramente increpando a Gabriel por escribir en el Daily Express, y la presencia amenazante y subversiva de Malins, el borrachín ilustrado, quien nunca llega, por supuesto, a subvertir nada. También desata una pequeña tensión la esperanza latente de que el famoso d’Arcy cante.



El tedio y los lugares comunes pueblan la narración a través de una rigurosa descripción de detalles. No pasa nada hasta que cuando ya casi todos se han ido, el cantante d’Arcy se decide a cantar una canción que emociona a Gretta: La joven de Aughrim. Le trae recuerdos de su adolescencia y la transporta a un lugar de su eros inaccesible para Gabriel.



Cuando llegan, horas después, al hotel en el que han decidido pasar la noche -ya que viven lejos de Dublín-, Gretta llora mientras le confiesa a su marido que la canción le recuerda a un muchacho, Michael Furey, muerto ya hace tiempo de amor por ella.



Le cuenta que el joven, a pesar de estar muy enfermo, le fue a cantar por la ventana esa canción un día muy frío para despedirse cuando ella abandonaba Galway para siempre. Gabriel toma una ligera conciencia de su mediocridad y del desamor en que ha sumido su relación con Gretta, pero se consuela pensando que todos morirán por igual, incluida su deseada y bella Gretta, a la que ya le ve signos de deterioro y de vejez.



Gabriel es incapaz de entrar en el territorio del deseo de su mujer. Sólo llega hasta el borde de lo que siente como pecaminoso o prohibido y retrocede ante ello. No pasa de la formalidad del erotismo, no alcanza nunca su centro.



Joyce describe la vida cotidiana de la Irlanda de su época como paralizante, como una muerte cotidiana, y su metáfora total es la fiesta navideña de las señoritas Morkan, una fiesta de muertos vivos donde siempre pasa lo mismo y a la que siempre asisten los mismas personas para hablar y decir lo mismo. Allí todos los personajes, hasta los secundarios como Lily, son poseedores de vidas frustradas o tronchadas por la derrota.



¿Asistiremos hoy en Chile a una parálisis joyceana? ¿Estaremos condenados a ver todos los días cómo los muertos vivos de siempre protagonizan nuestra historia? Y no me refiero a muertos que están en la memoria, sino a vivos que murieron anímicamente hace ya tiempo, que perdieron toda oportunidad de alcanzar el centro de su erotismo, de recuperar el Deseo.



Al parecer, sí. Asistimos a un show conocido y predecible, gris, incoherente, donde unos pocos juegan a manejar un poder que no tienen.



No es de extrañar que los jóvenes prefieran seguir otros rumbos, donde la vida tenga sorpresas, donde todo no esté previsto de antemano, donde los que manden manden y los que no, no. Ojalá ganemos el derecho a lo imprevisto. Chile necesita más Grettas y Michaels Fureys. Necesitamos urgentemente relevos sustantivos.



Habría que ser capaz de concluir, junto con Joyce, que es mejor pasar audaces al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarnos funestamente consumidos por la vida.
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