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La universal incondicionalidad


Hay algunos personajes que se creen aquello de no ser de ninguna parte, o ser de todas al mismo tiempo, que viene a ser lo mismo. Cosmopolitas se llaman a sí mismos, aunque cuando están perturbados por el alcohol o por el desamor se autodenominan ciudadanos del mundo.



Se les encuentra de diversos pelajes: elegantes y sofisticados escritores que se pasean por salones de Berlín, París o La Habana, desplegando sonrisas, apretones de mano o sexapelantes levantamientos de cejas; o empresarios que hablan de los economistas de moda en bares aparentemente pobres del Soho o en privados del Waldorf Astoria. Se les puede topar también en un hotel de Atenas, de Bombay o de Asunción. Nunca están en actividades formales, como reuniones de cámaras de comercio o congresos de su quehacer. Andan por la libre, husmeando el mundo, apropiándose de él y de sus leyes secretas.



A los más desahogados se les puede oler de lejos en los burdeles de Katmandú, La Paz o Panamá, cuando después de cerrar un negocio inesperado algún espíritu samaritano o ecológico decide recogerlos de su borrachera antes que llegue la policía a pedir papeles o a incomodar al personal.



A los más discretos se les puede descubrir paseándose por el Battery Park, dejando que el espíritu de los pioneros del Hudson les insufle alguna idea genial para venderle a alguien. Se les reconoce por sus miradas certeras y fijas sobre las gaviotas que cazan algún pez entretenido en algún desecho químico. Estos son ciudadanos del mundo de un cierto high rank. Es interesante conversar con ellos, poseen mucha información, aunque sus sentimientos han desaparecido en una especie de mercenarismo internacional que ellos confunden con la ciudadanía global.



Más peculiares son otros que pululan indocumentados o desfinanciados desde tiempos que ni ellos mismos se atreven a reconocer. Salieron de sus atrasados países generalmente muy jóvenes, con el sueño de ser escritores, pintores, cineastas, y se fueron quedando en el camino con los sueños trizados bajo el brazo, por falta de talento, imprevistos en el camino, o lisa y llanamente mala suerte. Se les puede encontrar de conductores de metro en Estocolmo, de garzones en Mallorca y a algunos desaprensivos, de sepultureros en Lisboa.



Los ciudadanos del mundo no tienen nada que ver con los triunfadores. Con aquellos futbolistas, tenistas, científicos, cantantes, empresarios, animadores de televisión, misses, que se destacan en sus respectivos campos pero que nunca pierden su nacionalidad y el sentido de pertenencia a algún Estado, y se juntan los días de aniversario patrio en la respectiva embajada para recordar cordilleras, anchos ríos, o vegetaciones y faunas del inconciente. Una vez al año le dan a unos bailes excéntricos, supuestamente simbólicos, que en aquellas circunstancias pueden sacarles meneos y lágrimas de cocodrilo a un rinoceronte. No. Los recientemente descritos no son propiamente ciudadanos del mundo, aunque no hayan vuelto a pisar jamás su patria.



Los verdaderos son aquéllos que no recuerdan o, casi, ni a su madre. Generalmente, hablan muchos idiomas y chapurrean docenas. Manejan varios oficios y la vida pasa por delante de ellos como una película, con dolores y alegrías pasajeras. Sus recuerdos no están ordenados como en el album fotográfico de los otros tránsfugas que intentan mantener una identidad para no enloquecer de paranoia territorial.



En los verdaderos, los recuerdos son sólo retazos, pequeños trozos de subconciente que se les hacen presente cuando escuchan en una plaza de La Valetta o de Dublín el acento ancestral que ellos mismo usaron en sus juegos infantiles, insultando o seduciendo. Y entonces se ven pateando una pelota de fútbol en un oscuro y terroso lugar del mundo que ya no recuerdan mucho, o metiendo mano en un vestido del que vagamente recuerdan un color y una mirada. Los verdaderos ciudadanos el mundo se sienten vagamente amenazados ante estos destellos de sus vidas anteriores. Pero no lloran, sólo suspiran.



No vaya a creer usted que son seres tristes o indiferentes. Casi siempre, sean ricos o pobres, son alegres y sociables. En cuanto a su perfil síquico, hay de todo. Se podría usar la definición cortazariana de famas, cronopios y esperanzas, con todos sus ritos, manías y liturgias. Desde bailar tregua y catala, cantar boleros bajo la ducha, o preparar viajes con años de anticipación.



Son individuos que sólo con mucha práctica se pueden reconocer. Vienen de los más diversos estamentos profesionales, clases sociales y formaciones laicas o religiosas. Lo que los une es el ser apátridas viscerales, el desapego al pasaporte y al idioma materno. Se podría afirmar que son las semillas imperfectas del estado global que se avecina. Son seres a los cuales, sumando y restando, les queda un saldo más que positivo: una incondicional universalidad.
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