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La fruta prohibida y la narcopolítica


Ciudad de Pereira, Risaralda: la licenciada Gómez expone los programas sociales del Plan Colombia. En el murmullo de los invitados se observan las dos opiniones: la minoritaria, según la cual el plan es un factor interesante que abre una nueva oportunidad, y la mayoritaria, que reza algo así como definir a la iniciativa como «un disperso factor social para adornar la estrategia gringa que nos puede llevar a la guerra total».



Bella Colombia, su gente, el Andes, los llanos, el Caribe, del Pacífico al Orinoco, las montañas nevadas a metros de climas calientes. Perdido por las calles de Bogotá, de la Séptima hacia abajo de la Plaza Bolívar, se suceden las imágenes de vendedores de esmeraldas, gente sonriente, y luego temor, operativos policiales, la recomendación de no detenerse en los semáforos, con el orgullo con que apuntan el Transmilenio, un eficiente y económico sistema de buses de calidad, y sistemas de vías exclusivas que permiten a los bogotanos tener la esperanza de la regeneración.



Esa esperanza son los dos últimos alcaldes, Peñalosa y Mocklus, ambos intelectuales independientes que rompieron con el cadencioso vaivén entre liberales y conservadores. Esto no es secundario: en la decadencia del Estado central y la corrupción de muchas de sus instituciones en un estado de guerra de media intensidad permanente -con la guerrilla, los paramilitares, los narcos y la delincuencia, y la mezcla incestuosa de todas ellas-, el poder local y los departamentos (regiones) electos desde 1991 han contribuido a sostener la integración social y recrear Estado donde parece esfumarse.



Los colombianos no consumen compulsiva ni masivamente la coca, pero las guerras alimentadas por ella embrutecen la vida de la mayoría. Dos mil secuestros anuales, 120 muertes cada cien mil habitantes en promedio, sensación de inseguridad e impunidad, de asfixia y desencanto. Pastrana sabe que el tiempo corre en su contra y necesita respuesta. Tirofijo, en su senectud, tiene todo el tiempo del mundo en una vida sin tiempo en la selva.



El vagabundear estremece. Conté treinta tiendas de uniformes militares y de seguridad en la zona sur del centro. La violencia, la guerra, con sus modas. En los diarios se pueden leer decenas de avisos publicitando inversiones en Miami con un 20 por ciento de ganancia, mientras Bogotá pierde -15 por ciento. Vaya patriotismo.



Colombia, la contradictoria; la culta, descentralizada, emprendedora, de clase política joven y reformista, que crece a pesar de todo, con aquella oscura, violenta, desesperanzada, de la cooptación y las influencias.



En ese clima, el siquiatra y filósofo colombiano Luis Carlos Restrepo desata bocanadas de interrogantes con su recién editado libro La Fruta Prohibida, la droga como espejo de la cultura. Restrepo ha trabajado en prevención en Medellín y Bogotá, ha escrito media docena de libros y es un consultor internacional de respeto. Es sobre todo un intelectual valiente que fustiga con pasión y buenos argumentos las lógicas prohibicionistas con la coca y otras drogas. La represión no ha servido, ahonda la crisis, como lo hizo la prohibición del licor en EEUU en los años ’20, con el mismo argumento de un neoliberal como Friedman; no es posible regular ni reprimir, lo que hace subir los precios y corromper todo.



Restrepo hablará de la compulsión de la sociedad consumista sin lazos afectivos que hace peligroso el uso de drogas, a diferencia de su uso moderado y ritual con lazos comunitarios en la realidad embriagada, similar a la que nos sometimos con el cigarrillo y sobre todo con el alcohol.



Dirá, además, que los adictos son sólo el 0.5 de la población y que en Holanda, los indicadores de violencia y drogadicción han bajado, permitiéndose programas mejor focalizados para los enfermos. Restrepo hablará de ternura y afecto, de lucidez y valentía para romper con el discurso correcto que encierra malos resultados como políticas públicas. El drogadicto debe recomponer sus lazos, salir no desde el miedo.



Sus tesis podrán ser discutibles, pero al estar en Colombia, uno concluye que el negocio de la droga bajo su prohibición inútil, lo corrompe todo y alimenta las bandas armadas que liquidan la esperanza de un país.



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