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Fermento de la conciencia


Hace unas semanas, en una reunión de políticos cristianos, uno de los asistentes mencionaba con pesar el hecho de que ya no se invocaran para el análisis de la realidad del país y del mundo, como antes se hacía, aquellas encíclicas fundacionales de la doctrina social de la Iglesia, en cuyas enseñanzas tantos de nosotros nos formamos para la acción política. Alguien agregó que tampoco se consideran demasiado las nuevas encíclicas, o los pronunciamientos recientes de la Iglesia, que versan sobre materias contemporáneas de gran trascendencia, con un mensaje y una invocación dramática por la humanización de la economía, de las relaciones internacionales, de la vida social, del Estado. Muchos parecen no considerarlo necesario.



Recuerdo esto especialmente cuando se están cumpliendo sesenta y cinco años de la publicación de «Humanismo Integral» y cincuenta años de «El hombre y el estado», ambos de Jacques Maritain, que tiene mucho que decirnos todavía aunque algunos lo hayan querido olvidar.



Hace ya un buen tiempo en Chile, como en Latinoamérica y antes en Europa, una parte significativa de los que sentimos la vocación por la política estudiamos e incorporamos a nuestro acervo cultural los principios del cristianismo como fuente de inspiración y referente fundamental de nuestra tarea política, a partir de su aplicación por el magisterio de la Iglesia y los filósofos cristianos a los problemas cotidianos de la vida y las estructuras sociales.



Una explicación es que hoy nuestros postulados de ayer no encuentran oposición teórica, y han sido asumidos desde la izquierda y la derecha tradicionales como propios -en gran medida por la propia influencia de quienes, viniendo de la vertiente política socialcristiana, hoy militan en partidos de todo el espectro ideológico- y están incluidos en prácticamente todas las declaraciones de principios de los partidos políticos. Es lo que el maestro Jaime Castillo pronosticó hace más de treinta años como «la convergencia de los humanismos».



También, por lo menos a nivel de conceptos, aunque menos en la práctica, los valores cristianos ya son parte constitutiva de la propia cultura social, según Jacques Maritain lo anticipara y promoviera hace sesenta años, como aquel «fermento de la conciencia» secular, refiriéndose a la posibilidad concreta de construir en el orden temporal la promesa evangélica de la justicia y la paz a partir de las «implicaciones políticas y sociales (del Evangelio) que a toda costa han de desarrollarse en la historia», tarea política a la que convocaba a los cristianos.



Después de algunas décadas y un largo proceso de descomposición y recomposición democrática de nuestros países, y en medio del avance del pragmatismo y el individualismo propios de un neocapitalismo crecientemente universalizado por obra de la globalización, no parecemos, en verdad, muy proclives a volver a las fuentes para contrastar la realidad de lo que hacemos en nuestra cotidianeidad política con estos principios rectores. Por lo menos no con la asiduidad y profundidad con que solíamos. Pasa a nivel de la calle, de las superestructuras, de las instituciones.



Tal vez creemos erróneamente que por asumidos, los principios rigen por automatismo. No obstante, la realidad de cada día se encarga de mostrarnos evidencias de lo contrario, y por lo tanto debemos recordar que la construcción de una sociedad más justa, y especialmente más fraterna, depende de una internalización activa de los valores cristianos mediante un fuerte enraizamiento en el cuerpo social.



Y aquí está el centro de la cuestión: ¿qué valores rigen realmente en nuestras sociedades? A juzgar por las evidencias de un mundo todavía dual, con millones de pobres, de refugiados y desplazados, de signos de corrupción y otras patologías internacionales, y en especial de una percepción social de inequidad que se manifiesta por ejemplo en la oposición de las ONGs a la globalización económica, puede decirse que se ha vuelto a producir una escisión en la vigencia de los valores incorporados por el cristianismo a la política y en general a la civilización.



En efecto, podemos observar cómo coexisten la vigencia privada, interior, de principios y prácticas cristianas, con la relativa ausencia de las mismas en la vida social. Dicho en otras palabras: una incongruencia entre el pensamiento personal y su proyección social.



Este era un fenómeno que Maritain observaba y reprochaba con vigor en su tiempo, reflexiones que son válidas hoy como ayer. Decía, en «La conquista de la libertad»: «La persecución del progreso material ha conducido a la humanidad a cambios extraordinarios -algunos nobles y gloriosos- (pero) Lo que ha introducido un principio de muerte en este gran movimiento histórico….es una falsa filosofía de la vida….es el hecho de que el poder creador del hombre se ha ligado al repudio de sus raíces en la naturaleza, en el espíritu y en Dios».



En otro momento agrega: «hay para nosotros (como tarea) dos conquistas de la libertad, que corresponden a lo que hay de temporal y a lo que hay de eterno en nosotros, y que deben realizarse juntas. (La libertad interior y espiritual) lejos de cerrarse en una contemplación puramente intelectual que se separe de la acción, por proceder del amor ( debe) abundar en acción y penetrar en las profundidades del mundo».



Las implicaciones de una dualidad valórica personal-social son graves, especialmente en la acción política, y se manifiestan en las decisiones cotidianas que se deben tomar. No es lo mismo decidir, por ejemplo, materias presupuestarias, o de seguridad ciudadana, según se haga desde un contexto valórico liberal-individualista, que desde uno personal-comunitario. Como tampoco es lo mismo el manejo de las comunicaciones, de las relaciones exteriores o de las políticas de vivienda.



Y si miramos algunas conductas políticas cotidianas, como candidatos que ocultan su militancia, o se desmarcan de las posiciones comunes, o que ofrecen imposibles, o el maltrato a la persona que se va imponiendo en las relaciones políticas, quedando ausente la relación directa entre política y ética, entre pensamiento y acción, podemos ponderar las razones del descrédito de la política como arte de gobernar para el bien común.



Si los individuos han internalizado históricamente ciertos valores, como la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero éstos se mantienen socialmente sólo en cuanto protegen la esfera de lo individual, sin trasladarse a la vida social, hay una claudicación, y se tornan tolerables las desigualdades, se valida la indiferencia respecto del destino del prójimo, y legitiman las conductas que a pretexto de lo «práctico», de lo «oportuno», o de lo inmediatamente rentable, sacrifican una línea de conducta solidaria, fraterna y de respeto por el prójimo.



Así ha ocurrido siempre que se olvidan los fundamentos, y se han originado por ello guerras, miseria, apartheid, torturas y dictaduras.



¿Qué falta para atajar y revertir la ola invasiva del materialismo y el individualismo? Dice Maritain: «convicción de que el trabajo político por excelencia es el de convertir la vida diaria en una vida mejor y más fraterna, y el de esforzarse en hacer de la estructura de las leyes, instituciones y costumbres de esa vida diaria, un hogar para ser habitado por los hermanos». Falta, por tanto, que todos, pero especialmente los políticos cristianos, volvamos a leer los textos fundacionales, pero no nos quedemos en su lectura, sino que demos testimonio cotidiano en todo orden de cosas, en nuestra esfera de acción, de estos principios, y seamos ejemplo público de ello.



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* Héctor Casanueva es embajador de Chile ante la Aladi.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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