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La batalla de las palabras


Estoy firmemente convencido de que el problema más profundo de la actual política chilena es un problema semántico. Se trampea con impunidad exasperante el alcance y el sentido de las palabras. Bellos y promisorios conceptos como solidaridad, servicio público, lucha contra la corrupción, modernidad o defensa de la familia operan demasiadas veces como billetes falsos, que ingresan como si fuesen auténticos en el mercado de la opinión pública del país.



Dieciséis años de analfabetismo castrense y doce de milimétricos consensos y equilibrios políticos nos han hecho medrosamente renunciar a decir las cosas por su verdadero, y a veces doloroso o peligroso nombre.



Por eso circula a través de la sociedad chilena el fantasma de la desconfianza, y se ha instalado un estado de crónica sospecha de los ciudadanos respecto al discurso -tantas veces cínico- de sus dirigentes.
Se ha hipotecado el valor de las palabras. El verbo se ha hecho sombra.



Antes fue la palabra reconciliación, manipulada e instrumentada hasta la crueldad más inútil. Se predicaba la reconciliación (Ä„y el perdón!) a cambio de nada. Una reconciliación sin contraparte de rostros, sin explicaciones, sin excusas, y desde luego sin asomo de justicia.



Más aún: en el caso nunca suficientemente denunciado de los detenidos-desaparecidos se pretendía una reconciliación gratis, sin siquiera la materialización de los restos y sin el conocimiento del itinerario hacia el último destino.



Más adelante, el concepto destacado fue -y sigue siendo- la lucha contra la delincuencia. Se habló (¿recuerdan?) de alzar las murallas, de botones pánico, de sistemas eléctricos de seguridad, de más carabineros, de más cárceles, de más controles, de mano más dura.



Era la guerra. Todo apuntaba a reducir el significado de delincuencia a tirón por la calle, a asalto de farmacia o de casa particular por jóvenes poblacionales, reducidos a ciudadanos de quinta categoría, tras un cuarto de siglo para ellos maldito.



Curiosamente no se hacen campañas sostenidas contra los frecuentes abusos y delitos de multitiendas, financieras, inmobiliarias, que explican muchas carencias. A sus titulares nunca, hagan lo que hagan, se les suele ver en ninguna cárcel y menos aún en una cárcel común.



El establishment económico-mediático ha ganado otra vez la batalla de las palabras y la lucha contra la delincuencia va tomando el cariz de una política de sheriff de película western.



En estas últimas semanas la idea dominante es la de confianza. Hay que sembrar, promover, consolidar la confianza. Los actores de ella ya se entiende quiénes son: el gobierno, con toda la institucionalidad del Estado, y las cúpulas empresariales. A ninguna persona sensata le cabría que el ámbito de la confianza tenga que ir más allá (¿sindicatos?, ¿universidades?, ¿colegios profesionales?, que poco pintan en esta historia).



La palabra confianza se va entendiendo cada vez más como arreglo entre dos, como complicidad final. La verdad es que, en estas circunstancias, la prédica de la confianza termina siendo ante el público un argumento de cierta desconfianza.

Son sólo algunos ejemplos. Hay otros más delirantes: la discusión en torno a la irreprochable conducta de Manuel Contreras; la consideración como clase media de la gente que gana tres millones y medio de pesos en un país en que el ochenta por ciento de los ingresos laborales son de menos de trescientos cincuenta mil pesos.



Ante este panorama del lenguaje como instrumento de desentendimiento, y de las palabras como vehículo de confusión, puede servir el recurso del llanto. Pero a veces es mejor la catarsis a través de la risa.



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