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La Concertación y los empresarios: un enfoque progresista


Ha sido notable el cambio de actitud de la Concertación respecto a los empresarios en las últimas semanas, a partir del mensaje presidencial del 21 de mayo. Queda en pie, sin embargo, el hecho que la figura social del empresario incomoda a los sectores progresistas del país.



¿De dónde viene ese visceral desagrado con los empresarios, que como una corriente submarina empuja el ánimo de la mayor parte de la Concertación hacia posturas negativas?



Se concibe a los empresarios, ante todo, como ilegítimos beneficiarios de un sistema que, a su turno, se basaría en la explotación de los trabajadores. Ilegitimidad por partida doble que lleva a concebir al hombre o mujer de empresa como estructuralmente inmoral. Contribuye a reforzar dicha visión el que algunos empresarios a veces eligen comportarse como se espera deberían hacerlo de acuerdo a esa posición estructural.



Con todo, la incomodidad concertacionista no se sitúa en esa esfera primordialmente. No tiene que ver, aunque así parezca, con la ideología empresarial, o su identificación con la derecha, o la tendencia de sus dirigentes a esgrimir un discurso egoísta.



Más al fondo existe una radical incomprensión del papel que el empresario desempeña en las sociedades capitalistas, producto, seguramente, del rechazo que el propio capitalismo genera en vastos sectores de la Concertación.



Por cierto, ni Marx ni ninguno de los grandes economistas clásicos -incluidos Keynes y Schumpeter- tuvieron esa visión esquemáticamente negativa, visceral e ingenua respecto a los empresarios. Por el contrario, entendían que el capitalismo era «una forma o método de transformación económica y no solamente no es jamás estacionario, sino que no puede serlo nunca» (Schumpeter) o, como dice Marx, que «no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales».



Más que cualesquiera otros economistas y científicos sociales, estos dos —paradigmáticamente progresistas— pusieron a la empresa (o la burguesía, como suele escribir Marx) al centro de ese dinamismo del capitalismo. En vez de preocuparse de los discursos o del egoísmo de los empresarios, miraron más allá: a sus funciones en la sociedad capitalista.



Según Marx, los empresarios burgueses ponen en marcha «una revolución continua en la producción, una conmoción ininterrumpida de todas las condiciones sociales», de manera tal que «todas las relaciones estancadas y enmohecidas …quedan rotas [y] las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse». Esta tesis, que luego ha tenido gran éxito en la sociología del siglo XX, explica no sólo las transformaciones de la estructura del capitalismo -el paso de la sociedad industrial a la posindustrial- sino, asimismo, los cambios en la superestructura cultural, tales como la secularización y el cambio en las creencias o el cambio de valores y prácticas a nivel de la familia, entre otros.



Es una de las paradojas de la historia: el capitalismo, con el desarrollo permanente y su globalización, se transforma en el principal agente de socavamiento de los fundamentos tradicionales y las posturas conservadoras de la sociedad.



Schumpeter, por su lado, sostenía que el empresario, al competir por la creación de nuevos métodos de producción y transporte, por encontrar nuevos mercados y por generar nuevas formas de división y organización del trabajo, «revoluciona incesantemente la estructura económica desde dentro, destruyendo ininterrumpidamente lo antiguo y creando continuamente elementos nuevos». Calificaba a dicho proceso de «destrucción creadora» como el dato esencial del capitalismo. Sabemos ahora que el economista austríaco había así identificado el motor más poderoso del capitalismo y la razón de ser más fundamental de la empresa, cual es el cambio tecnológico.



La actitud antiempresarial de una parte importante de la Concertación está mal encaminada, por tanto. En vez de reaccionar visceralmente frente al discurso de los empresarios, o sus egoísmos —no tan diferentes a la del resto de los humanos— debería preguntarse si acaso cumplen su rol. Si acaso impulsan el desarrollo de las fuerzas productivas, invierten en tecnologías, capacitan a los trabajadores y abren nuevos mercados; si crean y diversifican productos con un agregado de conocimiento, flexibilizan y renuevan la organización de sus empresas y están en condiciones de competir eficazmente en la arena global.



Y si hacen algo de todo eso, entonces no debiera extrañar que exista «destrucción creadora»: empleos que desaparecen y otros que se abren, máquinas que se dan de baja y otras que se importan, habilidades que se vuelven obsoletas en el mercado laboral, tradiciones veneradas que se esfuman en el aire.



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