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La Armada de Chile pertenece a todos los chilenos


Un estudiante universitario a quien increpé porque no estaba inscrito en los registros electorales me contestó: «Ud. me ha hablado de amor a la patria. Y yo le pregunto: ¿Qué es la patria, a la cual yo debiera servir como ciudadano?» «Eso discutámoslo otro día», le dije abrumado. Sabía que debía detenerme a pensar antes de hablar, y sobre todo a sentir antes que a razonar.



Y por cierto, la pregunta generosa de ese joven es fundamental para que la república y la democracia chilenas no perezcan, como antaño murieron la monarquía, la oligarquía o el seudoparlamentarismo. En efecto, si yo no amo a mi patria no veo razón para pagar impuestos o ir a votar. Si a mí me va bien, ¿qué me importa el resto?



Para qué hablar de la actitud que asume el indiferente que no ama la patria y llega un tirano que suprime la democracia, o un país extranjero nos invade. Simplemente no combate la tiranía y no se incorpora al pueblo en armas, que son las Fuerzas Armadas en el pensamiento republicano. Guarda silencio o parte con sus bienes e inversiones a mejores lugares, y punto. Y cuando uno pertenece a una generación de jóvenes que vieron morir a otros jovenes por amor a su patria republicana y democrática violentada, esta actitud repugna.



El republicanismo romano entendió bien esta cuestión. Horacio decia que «dulce y decoroso es morir por la patria». Séneca sostuvo que «a la patria se la ama no porque sea grande, sino porque es nuestra», y Cicerón ya había dicho que » La Patria es ahí donde se está bien».



Y no fueron palabras lanzadas para que se las llevara el viento. Séneca se suicidó, fiel a su pensamiento estoico y a su amor a la patria ante la repulsa que le producía su traicionero y antiguo alumno Nerón. Cicerón prefirió ser asesinado a huir al exilio. Y sus muertes los hicieron inmortales, como mortal fue la república que aceptaba estas atrocidades.



Quienes ganaron la partida fueron los tiranos, porque hubo pocos que estuvieran por defender la república de Catón, Cicerón y Cincinato.



Este pensamiento caló hondo en los patriotas americanos de 1776, 1789 y de 1810. Bernardo O’Higgins lo dijo tras contemplar los frutos de las revoluciones libertarias: «educado en el suelo libre de Inglaterra se fortificó la inclinación a la independencia, con que nacen todos en el clima de Arauco. Amando la libertad por sentimiento y principios, juré cooperar a la de mi Patria o sepultarme en sus ruinas».



Nada detuvo ese amor apasionado. El combate, el miedo a la muerte y a la derrota, el temor de ser herido o el horror de sufrir una mutilación, el asumir responsabilidades cívicas y el abdicar, el partir y el morir en el exilio. Sus profesores franciscanos en Chillán lo habían inspirado: «me enseñaron a venerar desde mis primeros años, esto es, que debemos poner el amor patrio inmediatamente después del amor hacia nuestro Creador».



Si en esto no hubiese creído Arturo Prat en la rada de Iquique, difícilmente hubiese muerto como lo hizo. El supo cumplir con su deber, como sus oficiales y marinos también lo hicieron, porque amaban a Chile y su libertad. Ellos entendían muy bien que » la patria no será nunca triunfo, sino agonía y deber».



Con la patria se está con ella en las buenas y en las malas, por amor y agradecimiento y no para sacar provecho de ella. Si se llega a las más altas cumbres de la autoridad en cualquiera institución republicana es para servir y no para servirse de ella. Entre más alta la dignidad, menor ha de ser el interés faccioso, ése que dice que la facción está por encima del bien común. El deber republicano es la virtud del sacrificio cívico y no del lucimiento personal ni del lucro individual.



El republicanismo enseña que quien no es capaz de gobernar sus pasiones y ambiciones no puede ni debe gobernar la patria ni ninguna de sus instituciones.



Necesitamos modelos a imitar, instituciones a las cuales servir, causas que promover, sentidos vitales que venerar. Así se llega a la trascendencia que proclama que esta vida no es un absurdo: nacer para morir.



Arturo Prat ha representado esto para generaciones y generaciones de chilenos. El ofreció su vida porque su institución, la Armada de Chile, le ordenó quedarse en Iquique a vigilar, defender y resistir si fuese necesario. El orgulloso almirante partió a buscar la gloria a Callao; el humilde capitán la alcanzó sobre un débil barco de madera en Iquique.



La Armada de Chile, la Armada de Arturo Prat, es de todos los chilenos. Es de la Patria republicana y democrática que todos los chilenos decimos promover. Esa que proclaman nuestras constituciones desde 1823. Almirante Arancibia: usted debió haber pensado más su decisión.



Joven universitario: inscríbete en los registros electorales para cambiar toda institución y autoridad republicana que no esté a la altura de nuestros padres y madres fundadores.



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