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Imaginación y Estado


El poeta Nicanor Parra, recién distinguido con el Premio Reina Sofía de Poesía, escribió hace ya mucho tiempo un poema notable llamado El hombre imaginario. Allí nos recuerda que gran parte de lo que pensamos no es más que una proyeccion de lo que tenemos en nuestras cabecitas.



Así dice: El hombre imaginario/vive en una mansión imaginaria/rodeado de árboles imaginarios/a la orilla de un río imaginario.



Podemos agregar a Parra, con todo respeto, que la naturaleza del Estado también es imaginaria, por más duro y real que pueda parecer el palo estatal de un policía en la espalda de un estudiante.



Se podría decir que el Estado es la gran mansión imaginaria, donde el hombre real, siempre subjetivo en sus percepciones, enmarca y desarrolla sus acciones privadas y públicas las que pueden trasgredir o no las normas dictadas por las instituciones de este ente supremo del cual imaginariamente cada individuo es súbdito.



Para el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, por ejemplo, Argentina sólo existe porque unos cuantos millones de personas se levantan cada día pensando que son argentinos, -adjetivo muy poco preciso, por cierto- influidos por la educación y las convivencias cotidianas.



También para algunos intelectuales norteamericanos la permanencia del Estado en el siglo XXI está por verse. La nación-Estado, que hasta ahora ha servido de marco patrón jurídico-administrativo de los pueblos de buena parte del mundo se deteriora cada día más, según ellos.



En América Latina la situación no es diferente, ya que la mayoría de nuestros países está hace tiempo intentando saltar de un estado decimonónico a uno del siglo XXI, a sabiendas que ese salto no será gratis ni menos impune. Alguien, tarde o temprano, pasará la cuenta.



Hoy los movimientos desquiciadores per se del Estado abundan, y no son nada despreciables en cuanto a su poder desestabilizador. No sólo los ultraneoliberales quieren fragmentar el Estado. Allí están también, en la otra punta, fundamentalistas como los talibán de Afganistán. O los narcotraficantes, los contrabandistas, los lavadores de dinero. En fin, hay mucha gente que está jugando a que ese ente imaginario llamado Estado se transforme o desaparezca en nuevos delirios imaginarios.



A esto también ayuda el movimiento mundial de personas entre países, que pasó de veinticinco millones en 1950 a 325 millones por estos días. Los ciudadanos están perdiendo el sentido de pertenencia a sus estados.



Es muy posible que el poder de los estados futuros provenga de poderes extraestatales, ya sea empresariales, religiosos o de asociaciones civiles cada vez más fuertes. Algo que hace veinte años nadie habría imaginado. El estado será sólo una especie de veedor, sin poder alguno de decisión.



Los medios masivos de comunicación profundizan esta realidad: todo lo que pasa por los diarios y la televisión reafirma el carácter imaginario de los hechos imaginarios ocurridos en mundos imaginarios en lugares y tiempos imaginarios. En ellos todo sucede cómo si no sucediera. Un muerto o un vivo valen lo mismo. Y la desinformación crece.



América Latina, tiene muchas cosas en la cabeza: Naftas, Mercosures, Apecs. Allí muchas veces hace descansar sus esperanzas de desarrollo legítimamente. Y de hecho de allí podrán, quién sabe, salir cosas buenas para ella. Lo que las autoridades no deberían olvidar es que todos ellos son marcos virtuales de relaciones entre pueblos, es decir, patrones imaginarios, y la esencia de esos acercamientos tiene que estar en los pueblos reales. Más aún, en las personas reales.



El constructo mental tiene que dar paso al constructo afectivo entre seres de carne y hueso. Y eso debería suceder ya entre los países latinoamericanos de una manera urdida y sistemática. Crear un estado afectivo entre todos.



El Estado actual es de una volubilidad alarmante, y aunque necesario, no puede delimitar la imaginación de los pueblos para vivir juntos. Las vidas cotidianas de los latinoamericanos no pueden dejarse paralizar por situaciones virtuales que no las llevarán, precisamente, a subirse a la ola del milenio sino a estrellarse frontalmente contra ella. Y para entonces habrá que estar unidos por los afectos.



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