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El almirante va a la guerra


El almirante Jorge Arancibia, que hoy entrega el cargo de comandante en jefe de la Armada a Miguel Vergara, ha resuelto dejar la vida apacible del hombre de armas en tiempos de paz -mucho cóctel y vida social, con el sobrepeso consiguiente; mucho viaje en el Aquiles arreando a civiles, periodistas incluidos; mucha resolución sobre compras de armamentos, y las consabidas incomprensiones, Ä„ay!- para adentrarse en ese insondable territorio que es la política. ¿Será que ha sentido el llamado del deber? ¿La Patria le reclamó ese paso, susurrándole al oído, vía Beltrán Urenda (una Patria algo gorda, pero amable; Patria de chaleco y botones, que no de ojotas)?



Como sea, él, que tantas veces -en ese tono afable pero molesto- reclamó por las pequeñeces de la política, parece decidido a ensuciar sus zapatitos para chapotear en los barrosos caminos de la lucha partidaria. No diremos que se ha lanzado gritando «Ä„al abordaje!», porque nada ha dicho aún, pero a cierto abordaje parece haberse arrojado.



No será el primer ni el último militar chileno tentado por esa carrera sin fecha de jubilación -la otra ventaja: se sigue recibiendo el sueldo sin asistir al lugar de trabajo: el Congreso- pero su paso, sin transición alguna, bajo sospecha de haberse preparado en reuniones políticas sin dejar aún el uniforme, ha caído como una piedra en medio de una procesión (y uno tiene la tentación de desarrollar la idea de la procesión como imagen de nuestra transición, con los curas delante, el carácter piramidal del asunto, con el club de políticos y empresarios repartiendo la baraja, sin derecho a pataleo de los desarrapados, y la sucesión de supersticiones: la catequesis de la reconciliación, el sermón de agachar el moño por los peligros de inestabilidades en los primeros años, etcétera).



¿Por qué tanto escándalo con este paso de Arancibia?
En primer lugar, porque reafirma la imagen de los militares (de los militares que mandan: o sea, de los que ascienden) ligados a la herencia del pinochetismo, cartel del que la UDI no ha podido desembarazarse. En segundo, porque alimenta la sospecha de que esos uniformados, mientras han estado en servicio, antes de jubilar, han sido serviles a una causa política, identificada con ese partido (mal que mal, generalmente, la «bancada militar» del Senado se alinea con la UDI, aunque probablemente Gabriel Valdés quiera convencernos de lo contrario).



Once años de democracia es tan poco (y tanto, afortunadamente, por otro lado). Poco, en cuanto a poder aguantar movidas de este tipo que nos hacen ver con recelo este «andamiaje institucional» que, seamos francos, todavía no resiste un examen exhaustivo.
Pero, por otro lado, ¿no es acaso mejor que Arancibia decida ir a la lucha por los votos, antes que esperar ser designado como senador, porque no olvidemos que los designados siguen existiendo: Boeninger, Silva Cimma, Parra incluidos?



Algunos dicen que el asunto no le será difícil, pues no tendrá que buscar recursos porque nuestro empresariado, tan identificable en materia ideológica, ya le tiene prometido financiamiento.



Será. Pero, en todo caso, tendrá que hacer campaña. Subir cerros. Palabrear ante audiencias distintas a las del Club Naval. Aceptar acusaciones, pullas y pifias.



Algunos se mofan de los militares diciendo que se preparan para la guerra y que nunca terminan probando realmente sus capacidades. Claro, a veces les viene la tentación de inventar una guerra interna y destripar conciudadanos. No será esta la ocasión. Y eso no deja de ser un alivio.



En todo caso, el almirante ya debe estar al tanto que lo que asoma ahora es una pequeña batalla. En estos días ya ha probado parte de la munición que le caerá encima. En todo caso, siempre podrá contar con gente como ese periodista de Televisión Nacional que el sábado, en la nota del mediodía, relató la última ceremonia oficial del almirante durante el aniversario de la Infantería de Marina y terminó resaltando que «se despidió, emocionado, de la prensa presente en la ceremonia». Qué emoción.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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