Publicidad

Los reos de nuestra violencia colectiva


No es fácil clamar por libertad, o al menos penas alternativas, por personas que participaron en crímenes, aunque ellos argumenten razones políticas y se autodenominen presos políticos de la Concertación. Son medio centenar de chilenos que no depusieron la violencia tras las elecciones de 1989, la mayoría jóvenes del Lautaro y del Frente Autónomo, quienes protagonizaron los rezagos de la violencia política que se instaló en Chile, acicateada por la brutalidad del terrorismo estatal de la dictadura, por la exclusión que llevaba a la marginalidad.



También fueron acicateados por épicas mesiánicas que justificaban la violencia como camino legítimo para romper la dominación que se asociaba con todo el sistema, sus policías, sus mentores, sus cómplices, e incluso, con parte de la clase política que recuperó la democracia.



Conozco de cerca el drama del asesinato infame, ocurrido en 1991 en Rancagua, del doctor Pérez Castro y su esposa. Era uno de los pocos médicos que había realizado su público mea culpa por colaborar en torturas. Lo vieron pasar, lo reconocieron, andaban descolgados, y un grupo autónomo cometió sórdidamente el crimen.



Sus responsables van a cumplir una década de prisión estricta, en el aislamiento de la cárcel de alta seguridad. Como ellos hay otros jóvenes que eran veinteañeros, a quienes alguien involucró en el odio. Muchos soportaron su entrenamiento planificado o precario, revolucionario e irresponsable.



Otros, como esos lautaristas que a comienzos de los ochenta asaltaban camiones de Soprole para repartirlos en las poblaciones, luego siguieron asaltando bancos cuando su lucha ya no era sólo contra la dictadura, sino contra todas las ataduras de la sociedad burguesa, represiva y capitalista, al decir de sus panfletos. Se extraviaron, y en sus locuras cayeron policías en acciones y rescates de la idiotez.



Ya no lucen jovencitos ni hablan recalcitrantes. Están reflexivos, críticos, descolgados de sus mismos mentores del odio. Pero allí están, viviendo, leyendo, buscando revertir los sueños, encontrando respuestas, esperando una oportunidad.



Todos somos responsables de esa violencia política que los llevó a matar. La dominación brutal de una sociedad injusta, la izquierda y su coqueteo con la violencia que despreciaba la propia democracia, la dictadura y sus maquinaria del horror, los medios de comunicación que callaron, los gestores de la guerra fría y las visiones maniqueas, la falta de verdad y democratización en el momento fundante de la nueva democracia, Pinochet y su persistencia en el poder y en la amenaza, la derecha que promovió el odio y justificó el asesinato organizado como mal menor, los ideólogos extremistas que continuaron haciéndole el juego a los violadores de los derechos humanos en el inútil combate de las armas.



Y también, por cierto, nosotros, los que nunca explicamos, los que no invitamos a dialogar ni a desmilitarizarse, a negociar e integrarse con dignidad a los habían optado por el juego extraviado.



Hubo que pararlos y se hizo. No tiene sentido acá especular sobre las formas, aunque es un debate legítimo. La democracia, con sus imperfecciones de una transición llena de ataduras hasta hoy, debía reivindicar la convivencia y el estado de derecho, los cauces sociales para expresar demandas, destruyendo los vestigios de aparatos de seguridad y los grupos armados de izquierda.



El constitucionalista Francisco Cumplido, ex ministro de Justicia, afirma que además han sido mal juzgados y con exceso, lo que explica sus condenas perpetuas, la mayoría a más de veinticinco años de cárcel.



En el mundo de los derechos humanos el tema es tabú, por miedo a que se mezcle con Pinochet y los criminales del terrorismo de estado. Por eso, voces como la de José Zalaquett, que promueven gestos de reconciliación sin impunidad, pero con verdad, justicia y compasión, son acalladas como políticamente incorrectas, aunque en privado se reconoce su valor.



No tienen las misma responsabilidad los ejecutores que los líderes de la violencia. Ellos, a diferencia de Pinochet, no han tenido juicios con leyes equilibradas, y ya han pagado con casi una década sus mejores años. No han tenido la voz para dar sus razones y autocríticas.



Ya es suficiente. Son nuestros reos, de toda la sociedad, jóvenes en el extravío que se pudren en nuestras cárceles de mierda. Son víctimas de nosotros mismos. Hay muchas formas de hacerse cargo de esto. Lo peor es buscar empates y cálculos. Nadie pide impunidad, pero merecen una oportunidad: cumplir en el extrañamiento, agilizar juicios, rebajar condenas, o participar de una política de indultos por el reencuentro.



Está frío en el valle en este domingo de junio. En las cárceles el sol es aún más tenue. Ya no tiene sentido; el castigo ha sido suficiente. Debemos aprender a darnos a oportunidades y hablar de todo, incluso, de nuestros reos, de nuestra violencia.



__________________



Vea otras columnas del autor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias