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El fin de la mascarada


El incidente del almirantazo ha puesto de manifiesto varias cuestiones que intentaré problematizar en esta breve columna.



La primera de ellas es la necesidad apremiante que tiene no sólo ese sector del espectro político, sino el conjunto del país, de contar con una derecha democrática.
Aunque con visión, Allamand predicó en el desierto. Piñera, al intentar hacer avanzar el mismo proyecto, a falta de un primer ataque artero -el olvidado episodio de las intervenciones telefónicas que desestabilizó su proyecto al interior de RN- recibe ahora este segundo «espolonazo», que ha remecido al espectro político nacional.



Hay un rasgo común en ambos episodios: en el primero aparecieron involucrados oficiales del Ejército en servicio activo, interceptando comunicaciones de parlamentarios de la República. Por cierto -Chile es Chile, es decir, somos República a nuestra manera- no se desenmascaró la trama al nivel más alto de las jerarquías, pero ¿alguien cree honestamente que esos oscuros oficiales actuaron como «microempresarios» del espionaje? Por cierto que no. La derecha sepultó el incidente porque el problema era complejo: detrás estaban los «duros» transversales, involucrando no sólo a un partido, sino una trama que trascendía las colectividades y se ampliaba hacia el mundo militar. En el segundo, no se anduvieron con chicas: el involucrado fue un comandante en jefe de la Armada en servicio activo.



Me pareció afortunada la metáfora del senador Zaldívar cuando se preguntó: ¿quién es el arcángel? Afortunada, porque alude a ese extraño sincretismo que observamos en nuestra derecha antidemocrática: duros entre los duros (defendiendo lo indefendible) y supuestamente santos entre los santos. Ambas cosas juntas.



A ese respecto, no puedo dejar de evocar los métodos de la DINA-CNI (la octava modernización del régimen, nunca reivindicada como parte de las reformas estructurales). Cuando la CNI torturaba, solía usar un método que desestabiliza mucho al detenido. Por un lado estaba el «malo», el duro, quien dirigía o aplicaba la tortura y hacía sentir al límite su indefensión al torturado. Por otro, el «bueno», a quien muchas veces hacían pasar por detenido, y que trataba, durante las pausas, de convencer al torturado de la necesidad de «confesar»: «Mejor hable, compadrito ¿no ve que es mejor para todos? Usted tiene familiaÂ… no les falle».



El malo y el bueno, la doble cara de un sistema infame.



Esa lógica se repite, curiosamente: el malo -a veces personalizado, a veces difuso, para «la patá y el combo» y el «espolonazo»- y el bueno, angélico, conciliador, sonriente hasta la náusea.



Una vez más: el malo: un sistema abyecto que prohijó la tortura, el terrorismo de Estado y la desaparición de personas a nivel estructural; y el bueno: un santito, coyuntural, que rescató, sin duda meritoriamente, a algunos afortunados de las garras del terror. Por cierto, mediáticamente, se ensalza al santito hasta el hartazgo y se le baja el perfil al malo, con argumentos más o menos afortunados (el de la guerra interna, por ejemplo).



¿Qué hacer entonces? La pregunta de siempre.



¿Por qué no hablamos de una vez en serio todos los que decimos querer una República de verdad en este país?



No me cabe duda que existe una derecha democrática, que quiere desembarazarse de estigmas y de lastres institucionales que no se condicen con una República. No me cabe duda que existen amplios sectores de las FFAA que quieren dedicarse proba y disciplinadamente a sus tareas institucionales.



La Concertación, en tanto, ha proclamado reiteradamente su voluntad de materializar estos cambios. ¿No es hora ya de hacer algo más que la reiteración ritual de esa voluntad? ¿No es hora de evitar que un Presidente digno se vea en la imposibilidad jurídica de echar al que hay que echar (y que, por decencia, se fue, pero podría haberse quedado)? ¿No es hora de evitar que el Presidente cite al Cosena para que «no dé la mala impresión de que fueron los militares los que se autoconvocaron», como viene repitiéndose de manera sistemática desde hace algunos años?



Me duele, me duele profundamente aún que un europeo insolente calificara a mi patria de país de opereta.



No sigamos dando motivos para que tipos como ese hablen con mucho de razón a su favor.



Construyamos una República en serio, y no una a nuestra manera.



Y si existe -como lo creo- una derecha democrática, es hora que actúe en consecuencia.



* Doctor en Sociología y coordinador del Seminario Interdisciplinario de la Universidad Alberto Hurtado.



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OTRAS COLUMNAS DE FERNANDO DE LAIRE




Esa parte turbia del alma de Chile(14 de junio de 2001)



Metáforas de la desestabilización: ¿el cerco perpetuo?(20 de enero de 2001)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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