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Confucio y los problemas de la politica chilena


K’ung Fu-Tzu vivió hace dos mil quinientos años. Se dice que vivió del 551 al 479. Los occidentales lo conocieron recién durante el siglo XVI, en el latinizaron su nombre por Confucio. Los chinos lo han perseguido y venerado.



Tras el régimen comunista, la imagen de Confucio como el maestro de las mil generaciones de dirigentes chinos se ha terminado por imponer. Su natalicio se celebra como el día del profesor. Por eso nada más cierto que «desde que aparecieron los hombres nunca ha habido un hombre como Confucio».



Su padre murió cuando Confucio era muy joven, y su madre lo crió en medio de la pobreza. Tenía la ambición de ser ministro y príncipe para restituir las virtudes y retomar el progreso de país. No lo logró, pues vivía en una sociedad jerárquica donde el que nacía siervo moría siervo.



De ahí que se dedicó a recorrer las provincias de China enseñando lo que nunca cesaba de aprender. Junto a sus discípulos, humildes o jóvenes de alto rango, enseñó el arte del buen gobierno. Estudiaba sin descanso y enseñaba sin reposo ése era su oficio, su deber.



Sabía que no eran tiempos propicios para ello, pero enseñaba que «el que, aun sabiendo que nada se puede hacer, lo hace a pesar de todo».



Y lo hizo y tras su muerte fundó una nueva China basada en la educación y en el mérito de sus funcionarios civiles y dirigentes políticos que llegaban a los cargos tras largos estudios. Por eso se le conoció en occidente como «el santo patrón de la ilustración».



En sus Analectas encontramos compiladas sus sentencias y anécdotas breves. Tal trabajo lo hicieron sus discípulos cuando los recuerdos se hacían borrosos. Se repite la historia. Sócrates, Jesús y Confucio estaban más preocupados de la eternidad que en pensar en su inmortalidad terrena, en el recuerdo impreso de sus obras. Ellos nada escribieron.



Propongo dos bellas sentencias; creo que nos haría bien leerlas.



La primera se conoce como la rectificación de los nombres. Cuando un duque le preguntó en qué consistía el buen gobierno, Confucio contestó: «en que el soberano sea soberano; el ministro, ministro; el padre, padre; y el hijo, hijo».



Cuando estamos satisfechos con lo que hacemos como dirigentes, o mejor dicho, cuando ponemos el mejor de nuestros esfuerzos en hacer bien lo que tenemos que hacer bien, las cosas andarán bien.



Cuando llamamos a las cosas por su nombre esperamos que ellas se comporten como su nombre indica. Y cuando los nombres no indican lo que dicen es necesario rectificarlos. Es decir, la reforma política muchas veces pasa por rectificación, más que por innovación.



¿La democracia chilena es realmente democrática? ¿La república chilena es realmente la cosa pública que le pertenece a todos, instituciones armadas y políticas incluidas?



¿La UDI es realmente democrática? ¿De qué es independiente? ¿Qué es lo que renueva Renovación Nacional? ¿Qué tiene de cristiana la Democracia Cristiana? ¿Los socialistas aspiran a una sociedad socialista? ¿Cuál es el radicalismo que defienden los radicales?



Una segunda doctrina interesante de retener es la relación del ciudadano con los cargos públicos y la política. Para Confucio la lealtad con el gobernante, valor capital, consistía en criticarlo cuando había que criticarlo. El ministro debía servir al gobernante de acuerdo al recto camino, o si no, tenía que dimitir. El joven debía involucrarse en política, pues de lo contrario sería como «esas grandes calabazas que no se pueden comer y que sólo sirven para ser colgadas», o quienes tienen una piedra preciosa y prefieren guardarla en una caja antes de ofrecerla.



Y, por último, Confucio, sin evitar el rasgo autobiográfico, nos enseñó que no le preocupaba «el no tener un puesto sino el hacerme digno de uno; no me preocupa el ser desconocido, sino el llegar a tener méritos por los cuales ser conocido».



Creo que Ricardo Ffrench-Davis, en su elocuente y estruendoso silencio tras la designación del consejero del Banco Central, nos está dando una lección que Confucio reconocería. Lo importante es ser digno del cargo y tener méritos para ser conocido. Lo demás vendrá por añadidura.



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