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El frío azul de la inocencia


Cuando el físico Andrei Sajarov murió, hace ya muchos años, lo hizo con el borrador de una nueva Constitución para la Unión Soviética bajo la almohada.



El artículo cuarto era especialmente interesante. Decía que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas debía, a través de sus órganos de poder y de sus ciudadanos, preservar las condiciones de la existencia de la humanidad y de la vida de la Tierra con toda su complejidad, intentando armonizar en todo el mundo el desarrollo social, político y económico.



Agregaba que el interés de la sobrevivencia de la humanidad debía ser prioritario y estar por sobre cualquier interés regional, estatal, nacional, de clase, de partido, de grupo o personal. Según Sajarov, en una perspectiva de largo plazo la Unión Soviética, desde su misma Constitución, debía apuntar a una convergencia de carácter pluralista entre el sistema socialista y el sistema capitalista como única solución cardinal de los problemas del hombre.



Para Sajarov, la expresión política de tal acercamiento debería ser, en el futuro, la constitución de un gobierno mundial.



Los acontecimientos de la Europa comunista y la muerte de Sajarov dejaron ese borrador en algún lugar del desorden en que después se ha desenvuelto Rusia, donde los problemas básicos de la gente se agudizaron y cundieron sentimientos de vulnerabilidad e indefensión. Se vino abajo un sistema en el que muchos habían creído y por el que muchos habían muerto. Las equivocaciones también habían sido demasiadas, ¿pero eran todos esos sueños equivocados? ¿El de una sociedad justa, por ejemplo, con acceso a la salud y a la educación para todos? ¿un equilibrio humano entre trabajo y capital?



Hoy la izquierda ha desaparecido como concepto sustantivo en América Latina: es simplemente nostalgia o marca. Se perdió entre la espada de la regresión y el muro de la renovación. El dilema supuso un esfuerzo de creatividad y reflexión inmenso, superior a una capacidad de reflexión que le permitiera sobrevivir con propuestas propias.



Esto se ha debido, en parte, a que ha tenido que vivir en los últimos quince años una permanente esquizofrenia entre su teoría y su práctica, falencia que la llevó a rendirle hasta no hace mucho una irreflexiva pleitesía a la revolución cubana, y que ahora la ha llevado a la imitación precipitada de modelos neoliberales librescos que no existen en nigún país desarrollado.



Esto ha provocado un traslado interesante: los problemas que eran de la izquierda ya no lo son. Han pasado a ser de una sociedad civil que no parece darse cuenta todavía que deberá hacerse cargo de los problemas de «los pobres de la Tierra», o si no, éstos se harán cargo de ella.



La guerra fría parece acabarse. Pero no hay nada que haga prever que se conseguirá un mejoramiento en las relaciones de intercambio, o un trato justo en la hipocresía del narcotráfico, o una desinteresada solidaridad internacional. Sólo se sabe que cada día los países pobres son más pobres y los ricos más ricos, y que en el interior de cada uno de ellos las diferencias son más y más insalvables. Sólo las organizaciones de la llamada sociedad civil podrán hacerse cargo de esto.



«Hola, oscuridad, mi vieja amiga» , dice la letra de Simon y Garfunkel en el tema principal de la película El Graduado, cuando el padre le aconseja al estudiante que se dedique a fabricar plásticos como futuro vital. «Bajo los flashes de las luces de neón, sólo se logran escuchar los sonidos del silencio», sigue la canción.



Ojalá no sean estos sonidos los que acompañen en los próximos años a América, bajo cielos de neón que alumbren la pobreza de los más y enfríen crecientemente el desasosiego de los que podrían hacer algo por acabar con ella.



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