Publicidad

Canibalismo y neocanibalismo


La antropofagia es una de las pocas prácticas que ha hecho a la humanidad horrorizarse de sí misma. El hombre es el lobo del hombre, dijo un filósofo, y se acepta sin mayor problema nuestra condición de hijos de Caín, que vivimos acechándonos para destruirnos los unos a los otros. Pero cuando la lobería humana se hace literal, cuando se consuma el acto de devorar al prójimo, crudo o cocido, sentimos la más auténtica de las repugnancias.



Tal vez esto ocurre porque el canibalismo es la representación más elemental, la reducción más básica y palpable de prácticas sociales aceptadas, como la competencia. En el libre juego del mercado, las empresas se devoran unas con otras. Allí opera ese darwinismo social por el que siempre se impone el más fuerte fagocita al debilucho.



La antropofagia fue usada, entre otras cosas, como una de las justificaciones morales del colonialismo, que incurrió en conductas mucho más crueles. Los civilizados europeos se sintieron con el deber de establecer su dominio sobre los pueblos bárbaros, entre otras cosas para que dejaran de comerse unos a otros. Lo consiguieron, en gran medida, exterminando a estas poblaciones.

En su Crónica del Reino de Chile, Pedro Mariño de Lobera cuenta que la hambruna que trajo la guerra de Arauco, hizo que se propagara entre los indios la antropofagia. A muchos les quedó gustando el sabor de la carne humana, y aun cuando se normalizó la producción de alimentos, siguieron practicando el canibalismo:»Estaban los indios tan regustados a comer carne humana que tenían carnicerías de ellaÂ… y en muchas partes tenían los caciques a indios metidos en jaulas, engordándolos para comer de ellos». La misma crónica dice que los españoles hallaron a un indio y su mujer, comiéndose a un hijo de ambos, y habla de casos de autofagia: indios que se cortaban a sí mismos pedazos de los muslos para comérselos.



No sabemos hasta qué punto esto es verdad o son las típicas exageraciones para justificar una guerra contra los mapuche, con la noble intención de liberarlos de su propios vicios y monstruosidades.



Los pueblos arcaicos practicaban la antropofagia como rito. Se comían a algún miembro de su propia tribu, para mantenerlo dentro de la comunidad, o devoraban al enemigo valeroso para apropiarse de sus virtudes.



En el Chile colonial, si hubo prácticas antropofágicas, éstas debieron producirse por causa del hambre. Por lo tanto, desde nuestra mentalidad moderna, podríamos explicar el canibalismo por la racionalidad del mercado. La hambruna significa que hay pocos alimentos para la cantidad de personas que necesitan comer. La fuente de proteínas más barata y disponible está en la misma gente. Ergo, el canibalismo es la solución.



Cada vez que se dan situaciones de escasez imaginarias o reales, resucita el fantasma de la antropofagia. Hay casos famosos como el de los deportistas uruguayos que quedaron aislados en la nieve. También el del descuartizado de Quilicura, el español Mario Salazar, que llenó las páginas de la crónica roja a principios de marzo de 1973. La desaparición de sus extremidades ocasionó toda una sicosis, por la posible venta de embutidos hechos con carne humana.



Hay, además, nuevas formas del canibalismo, como el tráfico de órganos. Se especula que con la clonación, podrían producirse seres humanos con el solo fin de ser proveedores de órganos de recambio. Esto parece horroroso, pero es preferible a la práctica neocaníbal de secuestrar niños para robarles los ojos.



La antropofagia parecía pertenecer a un pasado oscuro, bárbaro y definitivamente superado por la luminosa civilización. No es así. Se nos ha disipado la ilusión de vivir en un mundo postcaníbal, y la verdad es que estamos en una sociedad neocaníbal. Lo que no excluye que aún se puedan producirse actos masivos del canibalismo más elemental.



En los países del primer mundo cunde la obesidad como una epidemia. Por ansiedad o por un surtido complejo de carencias, la gente vive rumiando comida basura, devoran reses, cerdos, aves y montañas de papas fritas remojadas en ketchup. Todos esos obsesos lentísimos a los que cualquier movimiento brusco les provoca asfixia y agonía, representan una presa fácil e irresistible para los hambrientos y magros inmigrantes que habitan en la periferia de esos países.



Basta que se de una situación de hambruna, para que el tercer mundo invada al primero, y literalmente lo devore.




____________________



Vea otras columnas del autor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias